martes, 27 de septiembre de 2011

La historia que no fue.

Las vacaciones de verano eran largas y calientes tardes de deambular por las vías. Saltar de dos en dos los durmientes, sin pisar el colchón duro de ripio, esperar a la zorra para pedirle al recorredor que los lleve a dar una vueltita... Por el lado del río ya habían caminado; también ya se habían colgado de los tablones derruidos del puente del Arroyo Las Minas. Ninguno de los tres había cedido, porque los brazos fuertes de los muchachos estaban entrenados para colgarse, ¡uno! ¡dos!, recorriendo los cincuenta metros hasta llegar a la otra orilla. Hoy no se descolgaron a las aguas frías del río, porque estaba refrescando un poco.
Las camisetas transpiradas también habían pasado por los claustros solitarios de la escuelita rural, ésa sin techo, que ahora tenía como únicos visitantes a ellos, y a las avutardas que anidaban por los rincones, o en el único tirante de la cumbreera, como si ellas soñaran con un nido en un árbol frondoso. La escuelita rural había sido un árbol de raíces resistentes y ramas jóvenes que se extendían hacia el cielo de Patagonia. Pero un día la cerraron porque eran pocos los alumnos que concurrían, cada vez menos; el maestro se fue al jubilarse, y porque el gobierno inauguró con toda pompa pre-eleccionaria, otra más allá, cerca de El Maitén, de jornada extendida, eso les dijeron.
-¿Y si vamos a visitar al viejo Teodoro? -propuso el Chimango.
Asintieron aceptando la propuesta e iniciaron el trayecto hacia el refugio. Él vivía hacía muchos años solo, desde que regresó al lugar que lo había cobijado, cuando en su juventud llegó a estos lares con otros aventureros, a buscar oro. Colar con un cernidor la arena del río, lavarla, y rescatar algún que otro tesoro dorado que brillara al sol. Ésa era la faena cotidiana, bajo un sombrero de paja.
Los chicos pateaban piedras al caminar y Ernesto apuntaba un objetivo diferente con la honda. Una vez la única manzana que pendía del árbol añoso; otra vez, la cola de un topo que cavaba y cavaba arañando la tierra; en otro lugar, le daba a una lata oxidada. El Bicho, que era bien fiero, iba pensativo, rumiando qué relato le pediría al viejo para que cuente por enésima vez.
Ya comenzaba a verse un triste hilo de humo que salía por la ventana de la vieja comisaría, también abandonada, donde decían que habían tenido preso a Martín Sheffield y otros fugitivos de la ley. El edificio también había quedado al vicio, porque ya no andaban los forajidos de antes, y porque los último cuatro presos, en una noche de borrachera,  habían degollado al comisario y se escaparon por esos caminos de Dios.
-Seguro que está mateando don Teodoro.
-Le voy a pedir que nos cuente las andanzas a caballo por la provincia de Buenos Aires en su juventud.
-Te va a gustar, Chimango.
-No, mejor la del ahogado en el río de la Plata, al que le sacaron el reloj a la fuerza, de su mano hinchada y blanduzca.
-O sino, lo de la cacería de ciervos en las costas de Uruguay. Porque él navegaba el estuario del río con su hermano, cuando eran jóvenes.
-Güenas y santas -los muchachos saludaron a la usanza campesina, y los tres se sacaron las gorras roñosas, por respeto.
-¡Adelante!Parece que me anduvieron olfateando, amigos -apenas podía entenderse esa voz aguardentosa. Los ojos todavía no estaban demasiado turbios.
-Sí, y también vinimos para que nos cuente alguna historia, y para que conozca a nuestro amigo. El Chimango lo saludó con forzada inclinación, porque Don Teodoro era un personaje que había que conocer, según los dichos del Bicho.
Los tres se miraron y los tres, en el mismo instante, supieron que ése no era el día para que el viejo Eckardt cuente. Estaba demasiado borracho para articular palabras e hilar con coherencia esos lindos giros verbales, que presentaban paisajes y circunstancias tan diferentes a las que ellos estaban acostumbrados. Lástima, porque los tres amigos soñaban corren caminos distintos, cuando sea el momento de partir.
-Nos vamos -le dijeron cuando el viejo había dejado ya de mirarlos. Estaba comenzando la secuencia de la añoranza y la tristez<a, ésas que se materializaban en lentas lágrimas, que rodaban por la barba blanca, cuando bebía del gollete del porrón de ginebra.

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