jueves, 29 de septiembre de 2011

Retrato en naftalina (1º parte)

Pocas veces ocurre, pero en ella es una peculiaridad la consonancia entre el nombre y su persona. Azucena es blanca y pura, una alegoría de la joven soltera, primorosa y recatada que despide un aroma de juventud añeja. Vive sola en la casona de la calle Virrey Ceballos, desde que sus padres murieron y desde que su hermana Rosalinda la dejó para casarse con Mario, un italiano que tiene un taller de neumáticos en Castelar.
-No es verdad que en las casas donde hay hortensias, las hijas quedan solteras -piensa- Todavía puedo tener alguna esperanza.
Para ella, la casa grande es un alcázar, como decían sus padres que llegaron de Soria, allá junto a la Sierra de Guadarrama. La casona da a la calle; una puerta alta y angosta y dos ventanas largas con celosías de tablitas descarscaradas, no invitan a pasar. Pero, entremos, de igual forma.
Un zaguán largo de pisos lustrosos, aunque desgastados, desprende un aroma de cera y alcanfor. A un lado, una mesa-repisa de patas largas torneadas de madera lustrada; está cubierta por una carpetita oval color té con leche, tejida al crochet, y sobre ella, un florero con tres azucenas blancas.
Ella ha adornado así el recibidor porque hoy tendrá visita. Al otro lado, un mueble antiguo y una máquina de coser cubierta por un paño gris.
En el ingreso al comedor, se ve una mesa rectangular de caoba y seis sillas altas y ceremoniales; como centro de mesa, una frutera con olorosos membrillos y algunas paltas. Hacia la derecha, sentada en una mecedora de mimbre, Azucena lee y relee las cartas guardadas en su cofre secreto; son pocas y breves, las repasa una y otra vez. Un gato peludo, arrollado en total hedonismo, dormita a sus pies en la canasta llena de ovillos de lana.
Como si hubiese percibido nuestra presencia, se apresura a anudar la cintita azul y las vuelve a guardar junto a recortes amarillentos de diario, y una flor seca de alhelí.
En la pared de las fotos, un señor de bigotes retorcidos y ceño fruncido la mira con rigidez desde el marco lustrado y brillante. Es el abuelo de Soria. A un lado, la fotografía de sus padres españoles. Ella, una joven castellana de vestido negro de canesú blanco de lino, con ribetes de crochet y una cofia en suaves tonos lilas, está sentada en una silla de respaldo alto. A su lado, y de pie, un joven de cejas profusas tiende una mano tosca de labriego sobre su hombro. Y más abajo, una nena de vestido a cuadros juega con un perro de orejas enhiestas en la ribera del río Ebro. Es su hermana Rosalinda, antes de viajar en barco hacia Argentina.
Azucena revisa también cómo ha quedado su casa después de la limpieza frenética que acaba de hacer; descubre que una pátina de polvo grisáceo cubre la vitrina donde se guardan las copas y los licores. Después de pasar una franela, se sienta nuevamente y dice "¿por qué no?", y se sirve una copita de oporto, que siempre sienta bien, como decía su padre.
-¿O me preparo una tisana de lavanda y tilo con una pizca de jenjibre? -duda, porque es tal la ansiedad que tiene por la visita, que siente que le crujen las tripas en violentos retorcijones.
Esta mañana ha hecho un desarreglo: el verdulero le regaló tres ciruelas negras tipo Reina Claudia y tres frutillas jugosas. Las aceptó y se las fue comiendo despacito en la cocina, sobre una servilleta bordada en punto cruz. Aún tiene ese regusto frutal en la boca, aunque no reparó que no se había sacado los guantes calados. Uno ostenta varias manchas rojizas.
-Tendré que lavarlo con vinagre o con limón -dice en voz baja y nasal. Advierte que no tiene ni una cosa ni la otra; tendrá que ir nuevamente al almacén de la otra cuadra, pero el verdulero es tan atrevido... Para ir allá, esa mañana se animó, cruzó la calle y pasó frente al taller mecánico; los muchachos le dijeron unas cosas...! que la hicieron ruborizar -recuerda.
Ha tenido que correr hacia el botiquín y tomar una de esas pastillas de carbón; ha sacado también una barrita de azufre, porque siente su cuello rígido y dolorido. Ha tomado frío, quizás, y se cubre con la mañanita marrón que terminó de tejer hace unos días.
El reloj cu-cú de madera oscura aún no ha dado las once. Descorre las cortinas de voile blanco y mira por la ventana del comedor hacia el patio. Lo ve tapado de hojas otoñales, de roble y de nogal; las del almendro permanecen amarillas y rojizas, todavía. Una algazara de pajaritos alegra el jardín y el huerto. Debajo de la ventana, la planta de hortensias lilas y blancas engalanan con toda profusión. Hay muchas toronjas caídas y el cantero de calas está rebosante de flores. Crecen gracias al agua de enjuague que ella les arroja ,luego de lavar los pisos del comedor y la cocina. Hacia una esquina del patio, un alto jazmín del cabo esparce un perfume penetrante entre la humedad y la hojarasca. Hacia el otro rincón crecen zanahorias, puerros, espárragos, alcauciles, apios y alcachofas; ya ha preparado una sopa de verduras y de postre, para equilibrar la digestión, comerán una natilla de cereales con azúcar negra, cascarillas de naranja y miel.
Sin embargo, siguen los retorcijones. Otra vez duda... ¿una copita de licor de oro o de anís, o un té de melisa para calmar los nervios? Esta mañana, muy temprano, mientras esperaba en la vereda, el cartero que es muy buen mozo, le dijo un piropo muy gentil, que ella repite mientras sorbe lento y levanta graciosamente el meñique, al par de la tacita hacia sus labios, un poquito sonrosados.
Recita unos versos que memorizó: "Soledad, qué pena tienes, qué pena tan lastimosa... lava tu cuerpo con agua de las alondras..." Azucena hoy se lavó el pelo negro con agua de lluvia que retuvo en el funetón de chapa, debajo de la canaleta durante la noche.
Va hacia su dormitorio y sobre la cama monacal, amplia y fría, dispone la ropa que se pondrá para recibir a la Pilar: un vestidito azul con alforzas y canesú blanco recién planchado; descuelga del ropero angosto, el saquito de lana arratonado y raído de tantos lavados; ella no quiere desprenderse de él, porque lo heredó de su madre, antes de que engordara tanto, una hinchazón que finalmente la dejó morir. Acomoda también el sombrerito de fieltro gris, al que le colocará un ramito de violetas, adosado a la cinta azul. 
El recuerdo de la finada la hace persignarse frente al Cristo en la cabecera de la cama; en la cabeza tiene una corona de olivos bendecido en las últimas pascuas. Sobre una mesita de luz, hay un misal y un rosario. No se olvida de disponer sobre el vestido, el camafeo rosetón tallado en una piedra de rubí. Sobre una pared lateral, en una repisa, están los libros de tapas duras:Vida del rey Alfonso, Historia del franquismo, La inmigración en Argentina, La hagiografía de Santa Teresita, entre otros... y El horóscopo del amor, para el año en curso.





2 comentarios:

  1. Hola querida amiga: me parece hermosa la descripción pormenorizada, detallada tanto del espacio (casa, jardín, muebles) como las acotaciones sobre estado de ansiedad, expectativas... ya sigo...
    Cariños... Italo

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  2. Muchas gracias, amigo. Me reconforta conocer los comentarios de mis lectores. Sé que son muchos, y de muy distantes lugares del mundo. Saber qué piensan, qué pude transmitir me ayudará a mejorar mi estilo, a entusiasmarme para continuar con la escritura de textos literarios, y en caso de recibir críticas negativas, serán también bienvenidas, porque sé que hay mucho para corregir y re-escribir.

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