lunes, 6 de junio de 2011

Siluetas y sombras chinescas (última parte)

Por la vereda de enfrente, a pasos cortitos, como si aún llevara puesto un kimono de seda bordado de templos, pagodas y casas de papel, la señorita Taka Mariko se apresura. Lleva una falda negra con un tajo profundo, botas de charol para lluvia y se cubre con un poncho calamaco y un sombrerito de pana oscuro. Taka ya se ha habituado a este lugar, desde que abandonó las rutinas de azafata en una aerolíneas oriental. Llega justo a tiempo y se sienta en ancas, en la moto del joven, el Marlon Brando del pueblo. Bajo su casco se adivinan unos rulos rubios indóciles; rebelde es también su indumentaria: pantalones y botas de cuero y campera de gamuza marrón con largos flecos en las mangas y en la espalda mojada; una blanca calavera cruzada por bandas negras, como una efigie, mira la hilera de luces que brillan y hieren el pavimento. Debajo de las antiparras moteadas de gotas, también se adivinan unos ojos que, bajo una apariencia de severidad, parecen pedir como una plegaria, un poquito de ternura, como diciendo "porque... uno tiene que tener un amor..."
Mientras tanto, esperan la orden de la oficial de policía para continuar la marcha. Se entrecruzan unas miradas con sabor a despedida, entre el muchacho de enfrente y la joven oriental. Desde la motocicleta, ven a la pareja besándose con vehemencia, bajo la farola que ilumina la lluvia intensa.
Como ramalazos, como oleadas en technicolor, la señorita Taka recuerda los encuentros furtivos con el muchacho que ahora besa con pasión en la esquina, a la chica de rulos ensortijados.
Sobre las esteras, subiertas de almohadones de seda salvaje, él la había amado. Y salvajes y breves fueron esos instantes con él, los que le sirvieron para olvidar aquel terrible episodio en ese vuelo, en ese viaje que no hizo, cuando no fueron oídos los mayday del piloto y de sus compañeros de la tripulación, antes de que el avión se estrellara cerca de Kioto.
La nariz quebrada del moticiclista (y boxeador) se impulsa hacia adelante y parten. Una sonrisa como una luciérnaga inquieta, entre sus diminutos dientes blancos, deja entreoir un "Sayonara" nostálgico, mientras se alejan entre el rumor citadino.
Fuera de ese escenario ya, brindarán; él, con un buen vino torrontés, y ella, con una copita de saki. La señorita Taka se entregará como una geisha sobre el tatami. Gotitas de sudor perlarán su rostro blanco de porcelana, y tranquila, tímida y vulnerable, como una bailarina de Kabuki, verá un lago acolchado de lotos multicolores.

Para hacer más amena la espera, escucho una canción. La voz metálica de Brian Adams me habla de amor, de una mujer y de un instrumento musical poco común. Y sueño que un Marlon Brando robusto, de cintura gruesa en sus setenta años, me toma por la cintura y bailamos. Mi vestido blanco, de amplios volados vaporosos, se confunde con la playa plateada de luna, de espuma y de caracolas.

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