lunes, 11 de abril de 2011

Una realidad para ser chupada.

Mientras tanto, la abuela visita a una enferma en la sala de mujeres y cuenta las novedades: no es Rodrigo.
-Póngale Rodriga, entonces!! -Un portentoso pedo corona la idea entre risas y las caras de "yonofui" de otros enfermos y visitas en la sala grande.

Subdigresión, según la lógica saussureana: son controversias legítimas de un escritor: ¿Es posible lo escatológico con lo literario? ¿El lenguaje adecuado a las circunstancias del coloquio, admite u obliga a echar mano de eufemismos, sin perturbar lo poético?
Segunda digresión. Rodrigo iba a ser el nombre ... Rodrigo Ruiz Díaz de Vivar, Ruy Díaz, el gran campeador, el hidalgo castellano.
El nombre define la personalidad del portador/a y conviene revisar la compatibilidad con el apellido. No queda bien, por ejemplo, Washington Aravena, o Eduviges Mc Luan, o Rudesindo Andersen. ¿No les parece? Las revistas para futuras mamá, como "Ser padres, hoy" o ediciones domingueras, así lo recomiendan.
En todo caso, si no es Rodrigo, iría bien el nombre de la esposa del Cid, Elvira, o de las hijas, Jimena (¿Ximena?) o Sol.

-Hoy se llama Antonella, mañana no sé - confirma una de las abuelas por el celular.
-Llámenla Misteria, entonces -le recomiendan- así la apodan "Misterixa".

¿Nombre italiano para apellido italiano? Si es así, está bien, sino habría que hacer largas disquisiciones filosóficas, revisiones históricas, reminiscencias literarias, elucubraciones raciales o fundamentaciones psicopedagógicas. Eso sí, todo en familia, en contexto y en territorio (neutral, en lo posible). Eso sería trama para la nueva filmografía almodovariana.
Tercera digresión. En cuanto a la relación nombre-destino, vale la pena considerar primero el origen del nombre. En este caso, el nombre fue incierto desde el comienzo, por no anticipar el sexo acertadamente (¿o acertivamente, por eso de la acertividad, tan en boga hoy)
Sea Rodrigo/a, Antonella/Antonio, Jimeno/a, Misterio/a, habrá que estar atento a las conductas desarrolladas por la recién nacida durante los estadios (¿o estadíos, como suele decirse ahora?) evolutivos, las preferencias en juguetes, los juegos infantiles y de los adolescentes, la vestimenta, las inevitables imitaciones de las conductas adultas, entre otros factores. Por suerte, ya fue aprobada la ley de matrimonio sin distinción de sexos.
Según estudios piaggetianos, "El mundo para el recién nacido es, esencialmente, una realidad que puede ser chupada... y más tarde... "Una realidad que puede ser mirada, o escuchada,... zarandeada" Por tanto, recomiendo observar qué succionará, qué mirará, qué escuchará, qué tocará, o toqueteará, qué vestirá, también entre otras variantes.
Su destino dependerá, en consecuencia, de todo esto, de otros llamados de alerta que cada uno pueda percibir, o según los preceptos de la Psicología freudiana o lacaneana, en lo posible.
¿Vio Ud. que cuando los nombren han sido bien puestos, hay una identificación con el cuerpo, las conductas, sus subjetividades, sus profesiones?
Y porque este escrito no pretende ser tampoco un tratado de Psicología, dejo a Ud, lector, libertad de interpretación.
Silvia apela así, a sus interlocutores, esos activos lectores.

domingo, 10 de abril de 2011

De lunas, nombres y destinos. (en dos entregas)

Este texto no pretende constituirse en un ensayo, ni en una investigación metodológica, ni en una práctica de escritura con recomendaciones de Van Dijk, o Bajtin, o de nuestra Maite Alvarado.
Sí, es una reflexión sobre cómo el transcurso de las nueve lunas durante el embarazo, tendrá una relación directa con el sexo del recién nacido, y qué influencia adquirirá el nombre elegido, en su destino.

-Nació Rodrigo, 3,200Kg., todo bien. El msj se multiplicó en todas direcciones. La abuela, portando ropas y adminículos celestes, lo comunicaba, orgullosa, a sus conocidos y allegados.
-¡Ah!, entonces, en julio, en pleno invierno barilochense -calculaba la suegra, retrocediendo nueve meses con sus dedos. -La turra lo engañó a mi hijito!
-La quiere llenar de hijos -decía la otra bruja.
-No podemos hacer cesárea, por la operación que tuvo mientras había quedado embarazada- opinaba una médica.
-La fecha precisa de la concepción no puede determinarse -afirmaba otra doctora- por lo tanto, no hay fecha probable de parto.
-El bebé o la beba, nacerá cuando deba ser -aseguraba con el índice enhiesto, la jefa de Neonatología, vieja y experimentada -y en forma natural -afirmaba -y sin inducción, ni cesárea.
-No te preocupes, Andrea. Te hacemos cesárea y luego determinamos la fecha -tranquilizaba el par de residentes, al ritmo de la canción de Calamaro.
La joven e inexperta Andrea trajinaba de consulta en consulta, entre dudas y miedos lógicos.
-Será varón -única certeza que indicaba la ecografía. Luego, la consecuente búsqueda de ropa, accesorios y juguetes apropiados.
-Sí, voy a tener la parejita -comentaba el padre en rueda de amigos, mientras brindaban con abundante cerveza.

En los pasillos del hospital, los familiares esperan, ojo avizor, hacia la puerta de Neo.
Padres nerviosos, abuelas impacientes tropiezan para consultar a enfermeras que salen y entran presurosas. Un revoltijo de carteras, tacones, ayes, disculpas y suspiros.
-¿Viste que podés jugar a las muñecas con tu hermanita? -una enfermera acarició la cabeza de Agustina. Con evidentes signos de angustia, la nena corrió hacia los brazos de la abuela Mirta.
-Pero, cómo? Si nació Rodrigo!. No quiero nena, quiero un hermanito -berrincheaba la chiquita, limpiándose mocos y lágrimas, al para que zapateaba ruidosamente.
A esta altura, toda la parentela, en su máxima efervescencia, está llegando al punto culminante de una crisis nerviosa, casi histérica. El escenario perfecto para una peli de Almodóvar.
-Linda nena, todo bien -El neonatólogo, sacándose el barbijo, anunció al padre boquiabierto.
-Pero si nació varón!, ¿Y Rodrigo? -el padre ya no obtuvo respuesta.
Más tarde, desde el hondo pasillo aparece en silla de ruedas, la flamante madre.
-No lo vi, me lo sacaron, lo llevaron a la incubadora. Al final, era nena, y tiene problemas respiratorios -dijo, ya al borde del llanto.
-¿Y qué nombre le pondremos? -una madre siempre admite uno u otro sexo, ahora su preocupación era otra.

Una primera digresión.
Se recordará el lector las anécdotas en el campo cuando nacían los hijos.
-Ponele Bartolo -indicaba la madre al pie del malacara, cuando el niño ya tenía casi un año - Así decía el Santoral, acordate, Remigio.
El paisano Barbosa iniciaba el largo trayecto entre la neblina matinal con su flete, hacia la comuna o el juzgado. Previamente, y como indica la tradición, una parada en el almacén de ramos generales, o el boliche, por un poco de ginebra. Resultaban ser más de una, casi siempre.
Al llegar a destino, operaba la nublazón de la mente alcoholizada. Ya se había levantado la neblinas entonces el Remigio, nada recordaba.
-Póngale Neblino, porque es bien macho m'hijo! -afirmaba con voz pastosa y mirada turbia.

sábado, 9 de abril de 2011

De pasiones y bríos.

La nona, la estatua Margarita, ahora mira a lo lejos y frunce el ceño, porque recuerda cuando su hija Amalia, la solterona del pueblo, se escapó con el ferroviario y la abandonó.
Silvia, de regreso de alguna fechoría en bicicleta, la mira y piensa que no le gusta ver así a la abuela.
"Estará celosa de mí, de mi trajinar en plena libertad, de mi risa fácil, de lo que tengo por vivir.¿A ella qué le queda por delante? Me vigila, lo sé, como vigilaba a la tía Amalia. Me aburro con ella. Quiero salir otra vez... Ocupa todo mi espacio con su presencia ausente, respira mi aire junto a mi cama. Y ronca. El cuarto está decorado, hacia un lado con fotos, recuerdos, posters de mis cantantes favoritos, y no puedo escuchar mi música! Hacia el otro, cuelga un Cristo, un rosario, estampitas de algún santo, un portavelas. Y ella, siempre en silencio, con sus flacos pelos grises amarrados a las eternas peinetas, también grises..."

Y un día la nona quedó estatua.
-Murió la abuela Margarita. ¡Pobre vieja! -dijo Federico.
-Se dejó morir, nomás -dijo Pochi.
-Y yo no la cuidé lo suficiente -dejo Genaro, el hijo mayor, junto a su esposa, la presumida.
Silvia nada dijo. Se ahogaba entre las coronas de crisantemos y gladiolos, entre las palmas de claveles y de calas. ¡Y ese olor intenso a muerte flotando entre las velas!. Hubiera querido sentir el perfume de las madreselvas y de las violetas de la casa de la nona. Pero eso, ya no era posible.
-No vas a ir a esa fiesta. Habrá más cumpleaños como ése. Hace una semana que murió la nona. Estamos de luto.
-Dejame ir. Te prometo que no bailo. ¿Querés? Es acá cerca, en la casa de Alicia, que cumple quince, y es mi amiga.
-Bueno, pero no bailes... ¡Ah!, y volvé a las doce, no más. ¿De acuerdo?
-¡Prometido!

-Todavía me arde la cachetada en la mejilla derecha -solía contar Silvia, después que su padre la fue a controlar. Eran como las doce y treinta, y la encontró bailando apretadito con Ricardo, el de los rulos ensortijados, que no corría tras la pelota, precisamente.

-Todavía imagino el dolor de Federico y de Pochi cuando me escapé tras un amor, con mi título de profesora debajo del brazo, en el tren, hacia el sur -continuaba - Como la tía Amalia, la que no fue maestra y se escapó con el maquinista Eduardo.
-Todavía veo la imagen de Pochi, juvenil, dinámica y feliz. Y no quiero guardar en la memoria el cuerpo frágil, diminuto, vencido, de mi mamá en el lecho de muerte.

 

En sepia, los recuerdos. (en dos entregas)

Sentada en una mecedora y cubierta por una pañoleta gris tejida al crochet en otros tiempos, la abuela Margarita medita, y Silvia la recuerda.
Se hamaca, monótona y paciente, y en ese vaivén, sus mejillas regordetas se arrebolan al ritmo de los recuerdos.
Su niñez, allá en la colonia agrícola Bella Italia; las travesuras en el campo junto a sus hermanos y los hijos de los otros inmigrantes. Los polaquitos de pantalones emparchados, los judíos masticando con aburrimiento,  las semillas de girasol, y las tertulias nocturnas de las familias vecinas, reunidas en torno a los cartones de la lotería, las fichas de madera y los porotos.
¡Quintina!, gritaba uno y así pasaban agradables momentos.
Por un instante, una leve sonrisa se escapa de sus labios finos y multiplica más aún las arrugas de su rostro cansado. Es que rememora los devaneos amorosos con el abuelo Bartolo.

En una caja de fotos añejas, Margarita y Bartolo posan para la foto de casamiento. Silvia había curioseado una tarjeta bordada con primor; el novio, con letra prolija, le deseaba felicidades para el próximo año, allá por el 1900, inicio de un nuevo siglo, el que seguramente traería dicha.

"Sta. Margarita: le deceo a Ud. un año pleno de felisidad. Ahora, lo que más me gustaría es robarle un beso de su boca.
                                Con afecto y respeto.
                                         Bartolo"

Sus ojos grises, ausentes, se distancian más y más, mientras a su alrededor, la vida fluye en la casa de Federico, su hijo, de Pochi, su nuera, y de Silvia, su única nieta.
Ella, con la prepotencia de su juventud, no entendía la quietud de su abuela, "la estatua Margarita", le decía en sus pensamientos caprichosos, pero lo que sí entendía era esa sonrisa pudorosa que no alcanzaba a contagiar a esos ojos de nostalgia, casi blancos, de nubarrones estivales.
Su nieta, ya empezaba a percibir y a sentir como mujer, y como un impulso, tomaba la escoba y salía a barrer la vereda, distraída, para ver a sus ídolos, el Pato y Ricardito, que la encantaban con sus gambetas. Uno, con un flequillo al viento. El otro, con unos rulos transpirados al sol, tras la pelota.

A Silvia le gustaba màs retener la imagen de la nona, allá en el campo.
Camina piando "piú, pi,pi, piú" y arroja alpiste a las gallinas. Cosecha unas zanahorias, una planta de lechuga, unos tomates, un zapallo, un gran repollo, de su huerta. Rasguña la tierra y extrae papas y batatas nuevas. Enciende el fuego de la cocina a leña. Reina de las cacerolas, hace un arroz con la leche de la vaca Blanca, prepara los ingredientes para el gran puchero de gallina, y más tarde, riega los geranios rojos, los amarantos gigantes, los nácares de variados tonos y los helechos. Toda la galería está impregnada por el aroma dulce de las madreselvas.
Comienza a hervir la olla grande y despide olores gratificantes que ya despiertan el hambre voraz. Mientras, sobre la mesa de madera, nevada de harina blanca, van levando los pancitos recién amasados.
Su mamá saca agua fresquísima del aljibe. Para Silvia, esa niña pequeña, es una obsesión asomarse al brocal, parada en un banquito de madera pintado de azul, cuando el balde sube tintineando y desbordando, cada vez.
Cosechar tunas maduras, junto al alambrado, más allá del galpón de herramientas, y aprender a pelarlas sin pincharse, como le enseña su papá, y saborear después el néctar vegetal, era una rujina en esos días de verano.
Todavía su lengua tiene memoria de ese sabor, o el de los nísperos dulces que chupa con fruición, trepada al viejo árbol.
También recuerda el croar de los sapos en la zanja, al atardecer, y el chirrido de las chicharras en el sopor de la siesta, mientras la niña se deleita con un durazno caliente aquí, una naranja allá, una mandarina acá, y se tiñe la boca, toda la cara y el vestidito rosa, en lo alto de la morera.
Pochi y la tía Amalia conversan y se ponen al día con las novedades familiares.
Nació Susy en noviembre, se casó el hijo de Hilda, la mujer de Humberto se murió de repente, bautizaron a la hija adoptiva de Aurelio... y mucho más.
Mientras, una bate la nata que recién sacaron de la lechera tibia, para hacer manteca, y la otra, cuchara de madera en mano, revuelve la marmita para hacer el dulce de leche.
A la sombra del roble añoso, se menea la fiambrera con charqui, panceta y chorizos.
Es un primor el jardín de la nona, cuando se puebla de petí-rojos y zorzales en las mañanas tempranas de rocío, picoteando insectos entre las amapolas, las clavelinas, las rosas y las violetas. Todo, custodiado por los girasoles altos que se inclinan ya hacia el este, donde un amplio y generoso sol les sonríe.
Ahora, la nena de cinco años, corretea a la bataraza y esquiva al gallo crespón para rescatar los huevos de cáscara verde que le fascinan (las gallinas comen pasto todo el día) y que brillan en el reparo del gallinero.
Ya son las doce, parece, porque se oye a lo lejos el largo pitido del tren que está arribando, y la tía Amalia se apresura para llevar de la mano a su sobrina a la estación. Para ver el tren, dice, pero se supo después que ella iba a ver a Eduardo, el maquinista que siempre la saludaba con la gorra de cuero en la mano engrasada, cuando el tren ya partía.
Desde la alta y angosta puerta de entrada a la casa, la nona Margarita, brazos en jarro, ceño fruncido y desconfiado, vigila con su vestido de medio luto de margaritas blancas silvestres, las que se agrandan debajo del delantal. La chiva negriblanca, Eulalia, a los trompicones las persigue por la calle polvorienta.
La tía Amalia saca un cuaderno ajado y le lee a Silvia los poemas de amor que había escrito. Los comparte, a la vez que le aconseja:
-Tenés que ser maestra cuando seas grande. Como yo no puedo, vos serás una maestra -decía mientras le enseñaba a deletrear la palabra "AMOR".


miércoles, 6 de abril de 2011

Gata siamesa.

Debajo de la manta de lana tejida al crochet, de colores crudos, entre beiges y marrones, asomó una pierna extendida y unos ojos impacientes observaron el entablonado del techo rústico.
Recorrí las paredes blancas y blanca se había puesto mi mente por un instante. Sólo un breve segmento de tiempo, para dar paso al recuerdo cercano de una sucesión de imágenes que transcurrieron entre el sueño profundo y la vigilia.

-No se puede tomar la quinta cucharada, sin antes tomar la primera -mi abuela Margarita me aconsejaba desde su sillón-hamaca, y yo la escuchaba desde mi pequeña silla de madera, a su lado.
¿Habré sido desde muy niña, tan apresurada para tomar decisiones de alta envergadura, como por ejemplo, escaparme a vagar en bicicleta, a la hora de la siesta, cuando regía la prohibición paterna? O me voy al sur, cada vez más al sur, a iniciar una vida nueva, a gozar del amor, a escapar de negros nubarrones. Sólo la intuición me guiaba, los impulsos a puro corazón; nunca el razonamiento ni la planificación, paso a paso.

-Vamos a visitar Isla Negra -me decía Juan no hace mucho, luego de recitarme el poema 20 y "Oh, centina de escombros..." de la Canción Desesperada.
Y yo soñaba, y me acurrucaba entre sus brazos y una blanda nube de modorra me mecía, como acariciándome.

Esta mañana recordé y en voz alta, relaté lo soñado, antes de que queden sólo retazos dispersos que acaban por transformarse en nimbos blancos o rosas, desperdigados en el cielo del amanecer, cuando el sol comienza a asomar. Mi voz se oía por encima del canto del gallo cercano en el algodonoso silencio.
No estoy segura si el paisaje que veíamos en compañía era Bolivia, o Perú. Sí, era un país surrealista. Juan iba conmigo y yo llevaba en mis brazos a la gata de siete colores, ronroneante, peluda y mimosa.
-¡Qué fineza, una gata siamesa! -él me interrumpía cuando le contaba el sueño.

Algún susto la hizo saltar y desapareció.
La buscaba entre cacharros, enseres de labranza y domésticos, trabajos de cuero y muchas cerámicas con serpientes, cóndores y pumas, "chacanas" de piedra verde, tejidos de colores intensos y mantas de lana de llama del altiplano.
¡Ah, sí, tiene que ser Perú, porque el sol imponente está tallado, esculpido, esmaltado, en cada objeto que se expone.
Ya a esta hora, en Puno, empieza a somarse una luna de cuarto creciente, y la gata no aparece.
¿Es de noche, o es de día? Mientras, camino entre los stands de la feria. No, es Pisac, sin duda. Voy alejándome y junto a un sembradío de quiñoa, casi tropiezo con unos sepulcros a ras de la tierra, bajo un cielo azul, límpido, y un sol esplendoroso. Es el sol del Perú, que me ciega. Y ya no veo a Juan. Acabo de perderlo también a él.
Aluviones de turistas con alforjas de vivos colores y bastones emplumados, curiosean entre las artesanías. 
Me llamó la atención un artesano de rasgos aindiados que contaba anécdotas, narraba leyendas y desplegaba mitos, al momento de vender, subyugando a los forasteros.
-Soy un coleccionista de imágenes -decía con su mirada pícara y ojos brillantes e inteligentes.
Era Juan, el artesano de la madera. Ya no me acompañaba. Estaba mostrando un hacha, una talla de madaer ruda y olorosa, semejante al hacha que Manco Capac, el descendiente directo del Soll todos los íconos se vendían a lo largo de todos los pueblos del Valle Sagrado.
Una mujer, pasita de uvas, piel morena curtida y cabellos canos, se acercaba hacia las sepulturas  y silenciosa y reconcentrada, como cumpliendo un ritual, ingresaba en uno de los pozos y se acostaba. Una nube de polvo ancestral y tinieblas subía desde lo profundo y un olor sulfuroso se expandía entre las otras sepulturas. El diario menester se cumplía rigurosamente para sus cansados huesos, en cada mañana. Los turistas, sin perder detalle, fotografiaban, grababan y depositaban unas monedas junto a las fosas.

Desde una de las tumbas, ronronea mi gata siamesa, como invitándome a acostar también junto a los ancianos. Una corriente de energía me atrae, me llama hacia el fondo frío y mullido de polvo, como cuando en Moray, la tierra y la eternidad me buscaban entre las papas y los maíces  supremos. Plenitud y nostalgia, esos arcanos de la vida.

Descendí para buscar a mi gata y el símbolo de la cruz del sur me protegió para encontrar el equilibrio de la vida en el tiempo, en el espacio, en la materia y en la enegía.
Sí, una energía. En un torbellino de polvo místico, el día y la noche, el hombre y la mujer, el cielo y la tierra, el sol y la luna, me revitalizaron.
Afuera, estampas de pintura cuzqueña. Virgen de la Natividad. El cristo moreno; el señor de los temblores. Pesebres cristianos. Retablos paganos. Comparsas, proseciones. Pasan imágenes coloridas y ruidosas y se superponen los sones, así como se suceden serpientes, cóndores, pumas. Y yo, con mi gata siamesa, bailo con ritmo cadencioso. Palpo la chacana que pende de mi cuello.

Me desperezo y debo hacer un esfuerzo para equilibrar los tres mundos, lo material, lo subterráneo y lo superior. 
La caricia de Juan en mi cabeza, y su ternura, me instalan nuevamente en la realidad, mientras me cubre con la manta de lana, porque el frío de la madrugada es ahora intenso.





sábado, 2 de abril de 2011

El mar... el mar.

De espaldas al sol que haraganea para alzarse, frente al mar, ella mira los pliegues tersos que como un paño van arrugando la calma de terciopelo gris.
La luna soñolienta comienza a hundirse hacia el poniente.
Ahora el mar va desperezándose, cuando unas lentas y mansas ondas van persiguiéndose, con cadencia y sincronía, dibujando un sutil velo de brumas; aguas blancas de espuma, primero se detienen, y después se recuestan, plácidas, en la arena fría.
Charcas de luz bruñen la playa. Conchillas saladas se adormecen con el arrullo del agua que las acaricia; insectos saltarines perforan el agua quieta, y vuelan dejando destellos multicolores.

Llega su compañero y juntos, desde el acantilado rocoso, divisan una barca lejana que se mece en el inmenso azul. Un esquife, repletas sus redes de frutos de mar, más acá, enfila hacia la costa, mientras los pescadores y los buzos de una chalupa, se esfuerzan por alejarse del arrecife.
Ella imagina las madréporas rojas adheridas a las paredes coralinas, sanguinarias, que asoman para saludar al sol. Se empieza a calentar la mañana. Él piensa en las faenas con sogas, redes, canastos y enseres de pesca.
Al refugio de las rocas, en la playa, se acarician con calma, con ojos, sin zapatos, con amor.

Como barcarola, un rumor de chillidos y graznidos de aves marinas. Cormoranes y gaviotas van surcando el azul y la playa; desafían el bramido del mar, que aún no se oye. Van al encuentro de los hombres de mar, y de su pesca.

Llenos de besos y de arena, mareados de pasión, no perciben lo que pronto irá a ocurrir.

Los pescadores saben, lo presienten; algo distinto está por suceder; lo ven en la ola caprichosa que se cruza frente al navío; en los pequeños peces, en los cornalitos temerosos, que hoy no suben a la red; en las algas coloradas que se arrastran por la proa; en la sucia espuma fosforescente que se adhiere por la popa; lo sienten en la fuerza de los brazos que compiten con la red, empeñada en resistir y no entregar su carga; lo huelen en el aire, en el recio viento helado que ahora les pega en las caras curtidas y que les sopla ese olor a resaca de corales desprendidos y de ovas destruidas.

Y los cuerpos se aprisionan, se mecen, estallan en el alborozo final, hecho de toda el agua de las olas marinas, como la poesía y el entorno de sal y caracolas. Beso mojado con sabor a tierra, a algas saladas. Es un beso profundo, como se llegara de las oquedades del mar, que se eleva de nuevo, para, otra vez, descender y sumergirse hasta el fondo de la vida.

Ahora, como una carcajada sarcástica, el mar sacude las barcas, para humillarlas en su pequeñez, entre el flujo y el reflujo de la ansiedad, en el vértigo de las marejadas sin tiempo y  en el alboroto de las aves que huyen en escándalo de alas y chillidos.

Desde el roquedal en la playa de arena fina, entrelazados, los amantes ven cómo el rizado muro de agua se empina hacia adelante y en creciente velocidad acumulada, hace jinetear sobre las olas, a las barcas y al esquife. El mar se embravece, se encabrita, se impone y descarga aguaceros helados y borrascas.
El sol se oculta. Ola verde, ola azul, ahora se tornan grises y plomizas en su cólera.

Ahora ellos, muertos de miedo y de frío, corren, trepan y buscan refugio en el promontorio, sin dejar de ver hacia atrás. Las barcas navegan de lado, de popa, de proa, en el torrente que se eleva, se dilata y las crestas se rizan como la crin de un caballo al galope, hierven y fluctúan como el fuego.
Ven e imaginan en la casa del promontorio, cómo Pablo y Matilde se empeñan en protegerse para salvar su amor y cuidar sus objetos ceremoniales. Los mascarones de proa, los dibujos, los poemas, las piedras, las caracolas, las conchillas. Toda su ternura, toda su lujuria, parecen derrumbarse y caer de los estantes, de las vitrinas y de la biblioteca. Hasta pueden oír, entre el rugido de las olas, los martillazos para atrancar con tablas, las aberturas frente al mar. Desde una de las ventanas moriscas del este, ven pasar el contorno de Pablo con su gorra requintada, intentando detener el derrotero de furia y destrucción.
Afuera, asisten azorados al espectáculo, al movimiento violento de la entraña hirviente y vertiginosa, al remolino de despojos fugitivos, de tablas, de peces ahogados, de matas y de algas, brincando y sumergiéndose en el tumulto oscuro alrededor, sin retroceso.
Las barcas embican, una tras otra, en la playa entre los restos flotantes, como si el mar hubiera vomitado en su paroxismo final.

El amor, la poesía y la casa de arte han sobrevivido a las tormentas; así permenecen el gran ancla en la arena y las hortensias violáceas, junto a la estatua del gran poeta.

"Compañeros, enterradme en Isla Negra
frente al mar que conozco
cada área rugosa de piedras y de olas
que mis ojos perdidos
no volverán a ver"



viernes, 1 de abril de 2011

Tinta china sobre cartón blanco.

El balancín es un buen ejercicio para estirar las vértebras, encorvarse, cabeza entre los hombros, tomarse las pantorrillas e impulsarse hacia adelante y, sintiendo vértebra por vértebra, volver hacia atrás, sin apoyar los hombros, y otra vez hacia adelante. Tantas veces como puedas. Lo más recomendable son ocho veces, pero yo hago como doce, porque es muy placentero y no me cansa. Estiro vértebras, oxigeno el líquido de las articulaciones, ablando cartílagos y refresco mi mente.

Eso hice al volver de la casa de Susana. Lo necesitaba.

-¿Hola?
-Vení vos, Silvia, a mi casa; se me complicó. Te espero con un café, así charlamos.-me dijo.

Abrió la puerta apenitas, y asomó su cabeza despeinda para dejarme pasar y para que no entren los perros, el blanco grandote y el marrón, también robusto, de patas largas.
-No abro más para que no me vean los vecinos de enfrente -me dijo.
Y la vi, en calzones, con las viejas pantuflas de paño, unas polainas coloradas y un largo pullover apelmazado de un color indefinido, con un agujero de bordes quemados a la altura del abdomen.
Enseguida quise mirar hacia afuera, deseando salir de nuevo, porque los vahos cálidos me sofocaron la cara. Pero no pude, porque los vidrios del ventanal estaban salpicados y opacos. Yo quería ver el cielo azul, otoñal, con algunas nubecitas hacia el sur, y respirar el aire puro, que adivinaba.
El olor a pis de gato que emanaba del recipiente con piedritas, y la atmósfera impregnada de tabaco, me ahogaban. La gata ciega dormía en un apoya-brazos del sillón.
-Vení, mirá lo que hice como terapia.

Y miré; sobre una cartulina negra, un collage con los rostros de un general alemán y de un presidente del país del norte; se habían mimetizado luciendo uniforme con cruces svásticas; de los dos manaban chorros de sangre y tenían, ambos, un hacha incrustada en sus cabezas. Toda la composición, unida con unas rams finitas de ciprés y "babas del diablo", ese musgo que encontramos en los árboles de los bosques incontaminados.

Aprendí en todos estos años, a quedarme quieta como un sapo, y recibir todo lo que me cae encima, con asombrosa frialdad de batracio.

-Me dijo la psicóloga, la de ahora, que  a mis obras tengo que agregarle color. Acá es negro, rojo y blanco, con tonos ocres.
-¿Y por qué decís "la de ahora"?
-Porque Beatriz es mi amiga, me conoce tanto, que no puede ser mi terapeuta -me dijo. Ésta, mirando mis punturas, concluyó que yo no sé encontrar los grises ni los intermedios.
-¿Eso te dijo, porque pintás sobre cartón blanco con plumín negro?
-Sí, pintaba, porque ahora estoy intentando cambiar, por mi bien, como verás, ya le agrego algo de color a mis obras, igual me dijo que me avisará cuando vayamos a reiniciar las sesiones, para abril o mayo.
-¿Y entonces, qué más vas a hacer para incorporar color?
-Estoy indagando a Paul Klee y los expresionistas, entonces le agrego un poco de color, como los cuadros que envié para la muestra de arte sacro.
-¿Y en tu vida, cómo hacés para añadirle color?
-¡Ah!, volví a pintarme las uñas, como antes, cuando era jovencita.
-¿Y qué más? -Otra vez me convertí en batracio, creo que esta vez en escuerzo.
-Conocí a una artista venezolana que pinta con colores vibrantes y hacemos obra intervenida, ella colorea mis obras y yo le agrego tinta china a sus cuadros.

Veo la boca de la chimenea tapada con un panel garbateado, una obra a medio hacer, que seguramente esconde las cenizas del hogar apagado y los carbones negros. Clausurados los grises y los claroscuros.
-Arte contemporáneo de obra colectiva. ¿Es eso?
-Sí, con Juan José lo intenté, pero no sé...

Supe también que hay algo que flota en ella, sin vínculo, sin ligazón, como un tornillo sin arandela.

-¿Y qué más?
-Estoy a dieta, bajé ocho kilos. ¿Ves? ¿Más café? Yo le pongo edulcorante.
-La nueva también me dijo que mi tendencia a engordar se debe a que no puedo sacar de mí más que opuestos, y como no los saco, entro en mi cuerpo toda la comida. Yo le dije: ¡No!, si casi no como...
-¿Y ahora? ¿Qué hacés? ¿Vas a gimnasia, caminás?
-No, porque en el gimnasio me pidieron un electrocardiograma y tengo que llevarles los resultados. Todavía no vi al cardiólogo.

Abrí la ventana para ventilar el ambiente gris de humo, y de un salto entró el mastín más oscuro para molestar a la gata ciega que seguía dormitando sobre el cuerpo muelle de Susana.

-¿Y qué más? ¿Qué pasaba cuando te pintabas las uñas?
-¡Uy! Era flaca, muy linda. Tenía a todos los chicos embobados y mis hermanas me envidiaban.
-¿En serio?
-Sí, ellas estaban mal, porque mi papá nos había abandonado para irse con una mujer de nuestra edad, y mi mamá estaba muy sola.

Sentí que volvían a su mente otra vez los negros y los blancos, encaprichándose.

-Cuando era más chica, nadie me prestaba atención, ni mi papá -En sus ojos verdes pude distinguir tinieblas de tristeza. Tenebrismo y oscuridad.
-Recién cuando estudiaba en la facultad, me sentí verdaderamente "persona" -me dijo.

La atmósfera pegajosa me sofocaba.
-¿Y ahora?
-Estoy sin un peso, porque gané bastante en el casino y le hice chapa y pintura al auto, blanco, y compré cubiertas nuevas. Después volví a perder. Me reservé algo para los puchos -confirmó.
-¿Y qué más? De ahora en más, digo.
-Vení que te muestro lo que estoy pintando. Subamos.

Un hilo de luz entraba por la ventana y el estudio era una buhardilla sobría de polvo y humo. Varios ceniceros rebosaban de cigarrillos a medio fumar; en un rincón, un velador apagado sin pantalla y una botella de licor de cerezas; sobre la gran mesa, una lámpara encendida, un libro abierto dejaba ver fotos de pinturas expresionistas, reglas, plumines, algunos tinteros estaban destapados. Un desorden universal de libros, máscaras, hojas cuadriculadas con diferntes efectos para crear claroscuros, lápices, y, como en trastienda, se apilaban marcos y cuadros. Un sahumerio de patchulí, humeaba junto a la computadora ciega y muda y en los estantes, velas de diferentes tamaños y formas y una taza de café con borra envejecida.

Miré, fingí prestar atención y vi, furtiva, como una conspiración, dentro de un cajón abierto del escritorio, restos de una torta de chocolate, crema y frutillas.
Bajé rápido, le di un caramelo de ginseng y me fui. Pensaba que el ejercicio de la conversación, hacia atrás, hacia el centro, hacia adelante, hacia el pasado, hacia el presente, hacia el futuro, no había dado buenos resultados. Era un desierto de arenas movedizas.

El paseo de salud me devolvió el aire puro. Afuera, la muchedumbre promiscua, concentrada en la plaza, también era gris. Sólo se destacaban el rojo violento de una bandera y pancartas, y el trapo amarillo con símbolos mapuche, tapando la estatua ecuestre. Desde el bronce, Roca no podía ver los pañuelos blancos que re pintaban sobre las lajas ocre y gris tristeza.

En la sala de exposiciones, con lujuria de colores, vi la muestra "naif" de una joven artista que idolatra la vida y el amor. Un balancín para la mente.