domingo, 13 de febrero de 2011

Marche una de aventuras

-Una de muzza con morrones y un cortado mediano para la mesa 12!!!- el mozo iba despachando.
Esa mañana había sentido un hambre voraz. Necesitaba, además, satisfacer el ansia de clarificar ideas, ciertos indicios, algunas claves, y encontrar los caminos apropiados.

Desde la terraza del apart-hotel, besé a Juan y me despedí hasta la noche, con la promesa de volver para preparar la cena: pollo al horno con papas doradas.
Iba a pasear en bici con Sofía hasta llegar a la explanada de la meseta, allá arriba.
Todavía me perseguían algunas páginas del suplemento del diario que había hojeado y "ojeado", y que se me desarmó cuando una ráfaga trajo un soplo de aire helado. Un turista chileno me había recriminado por sacar el diario del lobby.
A poco de andar, la cuesta iba empinándose; el sendero estaba angostándose cada vez más, y la maleza avanzaba al ritmo de los pedales.
No puedo precisar si transitábamos por la selva valdiviana, por esas sendas marcadas para arribar al pie de algún volcán. Arriba, los altos e imponentes raulíes; abajo, sotobosque salpicado de chilcos, amancay y zarzamoras. Rojos, amarillos y morados explotando entre el verde intenso.
O tal vez, paseábamos por el altiplano entre Bolivia y Perú, Racqui o La Raya, no sé.
Recuerdo que al borde del camino, entre los bosques de quiñoa, las lianas y las matas, asomaban orquídeas de los más asombrosos colores, salvajes "alegrías del hogar" (su hogar era la selva, no los viveros o los shoppings)
Cuando paramos, porque a Sofía se le salió la cadena, dejé mi bici azul, salté un hilo de agua y trepé para alcanzar una flor solitaria, bellísima, una humilde violeta. Pero resbalé y me incorporé con esfuerzo.
Creo que en ese momento perdí la lleve. Se habría ido por la cascada que caía torrentosa. El camino ascendía, se angostaba más y más. A un lado, la barranca húmeda y florida; al otro, un precipicio de un verde pino profundo, inconmensurable. Las copas de los árboles se veían difusas.
Luego tuve yo un desperfecto. Esta vez el manubrio se aflojó. Tiré mi bici, busqué a Sofía, que ya no estaba, grité y mi grito se repitió en la altura.

El eco me transportó a un amplio espacio, luminoso, de luz natural. Una piscina irregular de aguas celestes transparentes invitaban a nadar. La arquitectura circundante era similar a Casa-Pueblo, o algo así.
Sola, me sumergí plácidamente. El agua iba a refrescar mi cuerpo cansado y sucio de tierra, sudor y aventuras. Nadé hasta la otra orilla; me deslicé sinuosamente por el fondo. Nadie me veía.
Buceé hasta llegar a la escalera del borde profundo. Encontré una pelota amarilla y grande. Retocé como un delfín entrenado para recibir los aplausos del público. Desnuda, me di cuenta que llevaba un pañuelo azul atado a mi cuello, aquel que hacía tiempo había perdido, el que solía usar como accesorio de las coqueterías más sutiles. Recordé que me lo había puesto porque hacía juego con mis ojos y con la bici azul. Me alegré.
Una empleada del complejo trajo en una bandeja mis anteojos de leer. Me los acercó. Reí debajo del agua, para que no me descubrieran. ¡Qué picardía!, no eran antiparras, eran mis anteojos de lectura. La miopía avanzaba a "ojos vista".
Seguí lanzando la pelota amarilla hasta que detrás de una fuente de aguas danzarinas y chorros sulfurosos, divisé al hombre que no había visto que había estado espiándome en silencio.
Avergonzada, nadé rápido hasta la escalera más próxima para escapar. En el borde había otro par de anteojos de lectura de marco de carey que sonreían brillando al sol. Los quise tomar, por esa manía cleptómana que sigo teniendo con los objetos que me atraen y me divierte robarlos, y gozar más aún, si no me descubren.
-Son los míos -el hombre se apresuró a decir con acento extranjero inidentificable.

Estaba oscureciendo; una luz se veía al fondo del túnel vegetal. Llegué a una casa humilde, acogedora, plena de luz y macetones colgantes, que rebosaban de malvones y amarantos, como las casas alicantinas o los patios de Lisboa.
Subí las escaleras, patinosas de musgo y verdín. Llegué a una sala con recibidor. Sus ocupantes, aparentemente me esperaban. Ya conversaban con Sofía.
-Las buscaré mañana por el hotel para hacer la entrevista -la anfitriona acordó la cita. Era periodista de la revista "Aire y Sol" -Iré con un fotógrafo, a las 9 -remarcó.
Nos indicaron pasadizos con escaleras umbrías. Tendríamos que pasar por patios y viviendas de varios pobladores.
Tras una apariencia modesta, se percibía camaradería y calor de hogar. Todos eran hospitalarios y afectivos. Al pasar, rapiñé un dentífrico que estaba en el lugar equivocado, no en un botiquín, sino entre regaderas, tiestos y baldes.
Los geranios rojos y violáceos insistían en mostrarse en toda su plenitud, como en las galerías de las casas sevillanas. Sus guiños me distrajeron y no presté más atención a las recomendaciones par continuar el camino hacia la meseta. Confiaba en que Sofía había entendido y sería la guía más competente.
Sin embargo, a poco de continuar, nuevamente la perdí de vista.
Las escaleras descendían más y más. Me impacienté; resbalaba tratando de asirme a los ladrillos fríos y musgosos. Quería subir, porque al final del pozo alcanzaba a ver un resplandor. Debía ser un aljibe, porque reconocí el sonido de pequeños terrones o piedrecillas que caían al agua profunda y oscura.
Más me esforzaba por subir, más me desesperaba.
La claridad, allá arriba, sería mi salvación.

Cuando logré, al fin, aferrarme al brocal, una ancha escalinata conducía al salón central. Sofía estaba llegando.
En primer plano, una gran mesa, finamente tendida sobre un mantel de lino blanquísimo con vajilla y cristalería modernas, auguraban una cena reparadora.
-Deberé bañarme y vestirme apropiadamente para la ocasión -pensé- ¿Comeremos pollo con papas doradas?
Hacia el fondo del salón, se abría una cueva rocosa. Vi una gran piedra de sacrificio. Allí, en el fogón, junto a la gran cocina de hierro, vi a Juan que trajinaba con leños, entre marmitas, vapores, enseres ceremoniales y antorchas que parpadeaban, cómplices.

Ahora, una fina llovizna borronea las siluetas de los transeúntes que pasan encorvados y con apuro frente al ventanal de calle Piedras y Avenida de Mayo.
Hinco mis dientes en la pizza esponjosa y la muzzarella hace hilos infinitos y pegajosos. El café recompone mi cuerpo ajetreado.
-Estoy en calle Piedras, no en la piedra de sacrificio -sonrío aliviada.
Mientras mastico más pausado, ahora voy desmigajando algunos signos y pares contradictorios para llegar a una síntesis más o menos lógica: luz/oscuridad; placer/sacrificio; agua clara y tibia/agua oscura y fría; pasadizos angostos/anchas escalinatas; pelota amarilla/pañuelo azul; lo perdido/lo recobrado; lo moderno/lo primitivo...
En la mesa contigua, un parroquiano ha abandonado la revista dominical del diario del 15/4/09. Un titular me llama la atención: "Dos turistas argentinas relatan sus desventuras". En el copete, Isla del Sol, en el Lago Titicaca.

Mientras guardo la revista en el bolsillo del anorak, palpo mi llave y la pasta dental.

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