domingo, 2 de noviembre de 2014

40/50

Una bolsa de cemento y una barra de hierro habían pedido en el corralón. Los vehículos estacionaban en fila para que los operarios cargaran fierros, chapas, alambre, tablones, tanques y toda clase de materiales para la construcción. Pasaban presurosos mamelucos con manos enguantadas y el controlador de carga. Era la hora febril del mediodía, minutos antes de cerrar.
Ella se quedó parada junto al depósito de hierro, sólo unos pasos delante del muchacho que los atendió. No tenía ojos en la nuca, pero sabía que una mirada penetrante la estaba desnudando; tenía puesto un equipo de gimnasia y, seguramente, emanaba olor a transpiración, y el muchacho estaba oliendo un aroma que lo atraía. Se entremezclaban con el olor del aserrín y el gasoil, cuando el barrendero pasaba el escobillón.
-¿Es tu hijo?- le preguntó de repente.
-Sí.
-¿Y tu marido no te ayuda?
-No tengo marido -y se dio vuelta sonriendo, para ver al muchacho de aritos enfundado en un mameluco azul que ostentaba algunas manchas de grasa.
-¡Qué pena! -se lamentó -¿Y vos salís?
-No.
-No te creo, ¿no vas a bailar? ¿no salís con tus amigas, siquiera?
-Algunas veces sí -respondió levantando los hombros, con una mezcla de desolación y picardía.
-Te voy a invitar. ¡Qué lindos ojos! ¡Y qué fuerte que estás! -se apresuró a decir y ella sintió un ramalazo de calor, que la ruborizó -Dame tu teléfono -insistió. Ella buscó en su cartera un papel y una birome y se conmocionaba, se confundía y se demoraba en esa faena, mientras pensaba que el chico podría ser su hijo -¡Apurate, que ya viene para cargar!- La birome no aparecía y ella se debatía entre las dudas, el tumulto de sensaciones y el orgullo de sentirse todavía una mujer apetecible.
-La ajustamos con alambre, así -sus manos se movían con la habilidad de quien conoce el oficio y ella pensaba que eran manos fuertes pero suaves, protegidas por los guantes de trabajo; presentía brazos potentes, capaces de ofrecer tiernas caricias, cuando el muchacho le tiró un bollito de papel, que la sorprendió, porque no vio cuándo lo escribió.
-No te vas a rrepentir -nuevos rubores le hacían transpirar las manos, mientras leía el número, que no se animaba a memorizar. -¿Qué pasa, me tenés miedo? -preguntaba, mientras controlaba que el capataz de la planta no lo viera, ni el hijo intuyera algo.
Ya en la camioneta, saliendo y maniobrando frente a caja, le alcanzó a decir por lo bajo: "mandame mensaje, que después te llamo"
Un remolino de emociones la turbaba mientras regresaban con la carga; hacía rato, demasiado, que no la halagaban. Desde que había conocido al otro, pensó, pero de una manera muy diferente, que primero sería sólo una aventura, pero duró años, hasta que el cuerpo del amante se desmoronó tan de improviso, y lastimosamente. Ahí estaba, con el papelito abollado, no se decidía a tirarlo, y mucho menos, a llamar.
40/80 era el tipo de hierro. Sí, el doble justo; seguramente ella lo doblaba en edad, aunque no en esas mismas proporciones... pero da igual ¿Lo tiro o no lo tiro?
Ahora que terminó de escribir este relado y que las musas llegaron, supo que esa inspiración había sido como un orgasmo largamente deseado. Un espasmo intelectual que la dejaba exhausta ante la hoja escrita (ahora sí había encontrado la lapicera) y las sábanas frías.
El chico del mameluco, aretes y guantes de trabajo estaría ahora en el corralón, intentando seducir a otra mujer de mediana edad, de buen aspecto y condición, y sola, en ese mundo de hombres rudos y resueltos. Parece que a él le gustan así, maduras y experimentadas, aunque tímidas pero sensuales. El capataz seguiría observando al mameluco que seguía en sus andanzas.

viernes, 17 de octubre de 2014

Pinceladas patagónicas

Me llamo Perla y llegué a la Patagoniapara hacerle el honor al nombre justo el día que comenzaba el proceso... viajé dos días seguidos en tren me había acostumbrado el ojo al paisaje amarillento de comienzos de otoño y los ojos azules se tornan grises cuando cambia el tiempo y sí las nubes cubrían casi todo el entorno y sólo se veían esas pertinaces flores amarillas que crecen entre los cantos rodados y en las grietas de las piedras como si fuera la última exhalación de esas que son para mirar únicamente porque emanan un olor fuerte y acre y si las tocás te ponen las manos pegajosas porque no se deben cortar ojo y se sacudían por el viento de improviso la estación se había teñido de verde oliva nada entendría porque durante el trayecto mi mente estaba ocupada con la huída y la carta dejada alos viejos que ya a esas alturas se habían enterado y estarían sufriendo porque había escogido un nuevo horizonte de amor y una nueva vida profesional traía en el equipaje el flamante título y las esperanzas de ese amor largamento forjado y vinieron los caheos cuando el soldado vio el documento y mi nombre pensé que él estaba elucubrando que podría reinar por años en el edificio que es tocayo pero sólo tiró al tacho de la basura para ser quemado el libro que llevaba ése que recomienda cómo leer al Pato Donald que no sabía que también estaba prohibido y la revisión exhasustiva de los bártulos y las miradas sospechosas sobre la piel blanca que contrastaba fuertemente con los de los pobladores que observaban con la exhasperante pasividad que da la calma y la aridez del paisaje  Ah! lo que más extrañaba era no ver el verde de la llanuray el fluir de las aguas corriendo mansas allá el viento constante todo lo secaba y los cardo-rusos rodaban a merced del viento un tratamiento facial hacía el arenado en seco sobre la piel y para proteger los ojos unas gruesas antiparras y la nariz cubierta con un pañuelo parecía una terrorista chiíta cuando iba a trabajar a la escuela agarrada de las paredes para que el viento ululante-exasperante no me estampara de una vez o correr hasta la vereda de enfrente a la estación de tren de Plaza Huincul para que no me degollara el cartel metálico de chapa y pintura que se bamboleaba peligrosamente terminé de cruzar y cayó primero uno y después los otros álamos uno a uno cuando había logrado adelantarme y los gatos petroleros seguían impasibles subiendo y bajando y una podía pensar que abajo muy abajo fluían ríos de petróleo negro espeso circulaban las camionetas petroleras y los obreros del gas con sus mamelucos engrasados las profesoras de la escuela técnica esposas de los directivos me observaban desde sus hombros altaneros la ropa que llevaba que no era lujosa como la de ellas y nunca acepté ir a tomar el té a sus casas porque había escuchado cómo criticaban al día siguiente en la sala de profesoras el mantel y la vajilla que con la que servían el té en la casa de la anfitriona las tacitas cachadas viste y las servilletas que no hacían juego con el mantel ¡ah! me acuerdo que cuando tomábamos exámenes de Lengua tenía que conformarme con poner sólo  mis iniciales porque en el único renglón para completar los nombres del tribunal ya lo habían llenado con los dobles apellidos de rancia estirpe salteña o el apellido de casada que recordaba los ancestros españoles y alemanes después del "de"y yo estampaba las iniciales de soltera solamente ya me había acostumbrado al disfraz de profesora trajecito oscuro de pollera y blazer nunca pantalones porque estaba prohibido y después correr a ponerme cómoda e ir hasta Filii Dei para ver el único chorrito de agua que brotaba a borbotones era agua cliente llena de vapor con olor a azufre y entonces añoraba los ríos de mi litoral y el verdor de sus campos y los gatos seguían subiendo y bajando había también gatos en los prostíbulos de la ciudad petrolera que no chirriaban pero sí maullaban llorando y compadeciéndose de esa vida que les tocó vivir y las lágrimas de cocodrilo le corrían el maquillaje grotesco y después oía a la madrugado los gritos los frenazos botellazos y alaridos por la Av. del Trabajo cuando terminaba en batahola la fiesta de la noche y los ingenieros borrachos volvían al hotel Alfa para descansar unas pocas horas antes de sacudirse la resaca y reiniciar la tura tarea en la construcción del acueducto o las quinientas viviendas o en los campos petroleros y el viento... el viento que todo lo arrasaba hasta la juventud se ajaba en los rostros curtidos que ocultaban quién sabe qué vida anterior en las diferentes provincias y el chofer de la empresa no podía superar las pesadillas que cada noche volvían a torturarlo cuando se despertaba gritando y sudoroso porque retornaban los aullidos de los cuerpos amarrados con piedras grandes que eran arrojados al lago San Roque cuando él hacía la colimba y después nació mi hija en la foto de presentación en sociedad se ve la barba frondosa y la pipa del papá y yo jovencita atrás del Pozo Nº 1 y el Citroën azul contrastando con el panorama gris y otra foto del zanjón que quedó luego del aluvión y la soldada La Pasto Verde y ahora me acuerdo de la primera estampida social y Teresa ROdríguez... y yo tenía miedo que me roben la beba o que se quedara sin madre por aquellos tiempos ahora ya no sueño con aguas turbulentas y cenagosas ahora sueño con aguas cristalinas que dejan ver el fondo azul y hago la plancha y veo el cielo también azul y soleado y la montaña con toda la lujuria de colores y hablando de agua tendo mucha sed porque tengo seca la garganta. Un vaso de agua, por favor.

-Bien, por hoy hemos terminado. Nos vemos la próxima sesión del jueves. La espero.

jueves, 28 de agosto de 2014

Apuntes para una escena

-Pase por aquí, para lavarse las manos, Lucía.
-No. No soy Lucía; soy su madre.
Una llamada que se corta, interrumpe su trajinar. Su nieta pequeña, está jugando con el cable del teléfono.
A su lado, en el lecho, observo cómo sus párpados cerrados se mueven vertiginosamente.
Un señor mayor le propone que adivine quién es. No lo sabe, pero tiene un parecido a alguien... tal vez sea el tío de la compañerita de banco de la primaria, Alicia. Ella se acerca para besarlo en la mejilla, pero el hombre se apresura, endereza su cara y la besa en los labios con extrema suavidad. Le da una foto de la adolescencia que él había conservado hasta hoy. Alicia, Marta y ella, las tres con cola de caballo, lucen sueltos vestidos veraniegos de colores estridentes; el suyo es amarillo huevo y piensa "Qué raro, si nunca usé uno así. Odio el amarillo huevo". Deja la foto sobre el camastro donde está la niña, que sigue enroscando el cable.
Sus brazos, abrazados (valga la redundancia) a la almohada, tienen un leve temblor.
Barre y barre y junta pelusas debajo de las camas, hasta que recoge el enésimo montoncito. Va a tirarlo en el tacho de basura, al lado de la canilla, que destila gotas de óxido, haciendo un charco.
Sus piernas se estremecen en la levedad del vacío y después son casi un pataleo sobre las sábanas.
Busca y no encuentra su anillo de lapislázuli. Se ajusta la cola de caballo debajo de la bandana, se escurre unas gotas de sudor y se limpia las manos en el vestido a cuadro, agregando manchas sobre su abdomen. No está, claro, si no tiene los anteojos. ¿Dónde habrán quedado? Sucede lo mismo cuando busca la foto que le habían entregado, pero intuye que está en los mofletes inflados que mastican; palpa la boca de la beba, al momento de toser, atragantándose, y allí están los trocitos mojados de la foto, dispersos sobre la colcha.
El piso que barre tiene franjas rectilíneas. Las paralelas no se cruzan. Unas, denotan el paso del escobillón, y otras, contienen toda la tierra de los años. Al lado de la canilla, el charco se agranda.
Oigo unos suspiros que más bien se parecen a ronquidos repetidos. Un sueño profundo y desalentador.
Por la vereda pasan las mujeres emperifolladas de domingo, hacia la plaza. Es la fiesta del pueblo y habrá desfile cívico-militar, dicen. Mira hacia la derecha y ve, frente a la puerta, una mesa tendida sobre un blanco mantel de hilo; luce una torta primavera con frutillas, kiwis y duraznos dispuestos en círculo. En el centro, las velas incrustadas en la crema son un seis y un uno. La cumpleañera le ofrece una porción generosa, pero al momento de tomarla, apoya la palita para recoger basura sobre el mantel y una lluvia de motas de polvo sobrevuelan la torta, hasta posarse sobre la crema. Ahora parece la nieve sucia después que el viento de la montaña arremetió con fuerza. Hasta un rulo de pelos se sentó sobre el sesenta y uno. La vecina la mira con ojos que recriminan, y se va, con la palita en una mano, y la porción de torta, en la otra.
Ahora está ordenando en una caja los muchos zapatos arrumbados en un rincón. Toca y adivina las formas y las texturas, mientras los guarda de a pares. Ahí están los viejos suecos, esos que hacen que uno se encariñe y, aunque estén rotos y gastados, uno no se decide a abandonar. Cuando descubre los tacones de las clases de tango, porque ve unos reflejos rojos, va palpando las agujas de los tacos altos, las hebillas, las tiritas de cuero, las presillas, y ahí está esa llave con su llavero que había extraviado. ¿A quién se le ocurre guardarlas en un sitio tan insólito?
Frunce el ceño, castañetea los dientes y sacude la cabeza hacia un lado y el otro. Varias veces. Veo a continuación, que se levanta, a tientas, se calza las pantuflas marrones y, arrastrando el camisón de franela, se dirige al baño. Esa cistitis la tiene a mal traer. De regreso, se encaja sobre la nariz, los lentes "culo de botella" que había dejado en el lugar correcto. Mira el piso y confirma que está perfectamente brillante y todo ordenado.
Al advertir mi presencia, recorre con sus ojos miopes mi frente arrugada, mis ralos cabellos canos y me da vuelta para analizar esa jiba persistente de dromedario, a ambos lados de mis paletas.
-Que conste que no me llamo Lucía ¿eh? -me dice y se coloca con displicencia el anillo de piedra en el anular derecho. Se lo había regalado como para firmar la paz, luego de una fuerte discusión, hace años. El lapislázuli es su piedra preferida, porque dice que favorece la comunicación y armoniza lo físico, lo psíquico y lo espiritual. Allí estaba, en el sitio apropiado, sobre la mesa de luz.

lunes, 25 de agosto de 2014

Los ojos del bosque

Recostado en uno de los senderos, veo la bóveda enramada que apenas deja ver el azul del cielo. El canto de las aguas libres de un arroyo va cayendo por "La cascada de los novios" Germinal follaje de flores y semillas.
Un mágico canelo aquí, nalcas de hojas inmensas por allá, coihues milenarios, cañas en profusión, helechos gigantes, hortensias azules, copihues de pasión y enredaderas. Bosque umbrío, verde. Todo verde y misterioso. El chillido de un pájaro que no veo entre el follaje de un ulmo florecido, me sobresalta, interrumpe mi ensoñación y comienzan las dudas y el miedo. Las penumbras avanzan y las lianas se enroscan. Ahogo en mi garganta. El poeta es mi cómplica allá, donde gime el viento.
Los ojos del bosque escuchan el silencio ahora, cuando he tomado la decisión más difícil. Mis besos se pierden en los humbredales, entre los hongos y las charcas.
Decidido está: Mañana no acudiré a la cita. No habrá boda.

jueves, 31 de julio de 2014

Descripción para marcianos.

                                                                                                 Islas Cícladas, Mar Egeo;  junio 2014
Estimadísima profesora:
                                          Esta noche, casi madrugada, recordé la consigna que Ud. nos daba en las clases de Lengua, para aprender a redactar, "descripción para marcianos": deberás contarle a un extraterrestre cómo es un objeto: forma, tamaño, materiales, volumen, color, sabor, sonido, olor, usos y costumbres. Me acuerdo, señora, que en mi composición describí el mate argentino.
En esta ocasión describiré un objeto desconocido hasta hoy, para muchos como yo. Aquí lo llaman "drinking machine". Son tres botellas conteniendo diferentes bebidas, creo que es ouzo, raqui y retzina, unidas las tres como vasos comunicantes, a un único pico vertedor. Están apoyadas a una estructura de madera, en cuyo extremo hay una manija para maniobrar. Quien sostiene el artefacto, generalmente es un camarero o el dueño del bar o restaurante; es el encargado de "bautizar" o dar la bienvenida a los parroquianos o turistas. Hágase notar que la ceremonia se inicia una vez que los comensales hayan consumido parte de las delicias culinarias que ofrece el local, como por ejemplo, tatzaki, ensalada griega, pulpo asado, musaka y gran variedad de pinchos de pescados y mariscos. En estos momentos, el ejecutor (lo llamaremos así) se acerca a cada visitante y con suavidad lo toma por la frente, le coloca la cabeza hacia atrás, le pide que abra la boca y así, vierte dos, tres, y hasta siete gotas del coctail surgido de esas bebidas espirituosas. La cantidad de gotas es sugerida por los acompañantes, conocedores de la cultura alcohólica de sus amigos.
Es entonces, cuando un sabor indefinido y caliente comienza a descender por la garganta. Un toque anisado, posiblemente a causa del ouzo, una pizca ardiente de raki, con pasas de uva destiladas y un sabor picante proveniente de la retzina, elaborado y conservado con resina de pino con mucha gradación alcohólica. Todo se mezcla homogéneamente, a la par que sube a la cabeza provocando hilaridad, algarabía, fascinación y risas. Los griegos lo llaman "resplandor blanco". El ambiente se completa con otros tragos como la melanzana, que es grapa y miel, que se sirve caliente en primorosos jarritos. Brindis tras brindis (llamas/salud) van animando cada vez más la reunión.
Ëramos un grupo de más de veinte hombres, navegantes todos, que sugerimos también iniciar el rito con las mujeres presentes. Cuando se inicia con la cocinera, que observaba la escena con los brazos en jarra, secándose las manos en el delantal, el ejecutor recibió una sonora bofetada que lo hizo desistir.
Algunos, en actitud desprejuiciada, van desabrigándose hasta descubrir sus torsos desnudos y tatuados primorosamente. Otros ríen ante el sin sentido de la conversación. ¡Llamas! Otros se retiran hacia el rincón más oscuro. ¿Para qué? No lo sabemos. A algunos les sobreviene la nostalgia por un amor lejano y gruesas lágrimas caen por sus rostros curtidos de navegantes solitarios. Hasta hubo una ocasión en que los "bautizados" le sirvieron más de ocho tragos al camarero, al momento que otros lo iban desvistiendo. Algunos, se fueron abrazando a las mozas del lugar. Lo curioso es que la guardia local no intervino, ni el cura de la iglesia ortodoxa, que observaban desde las sombras, en la vereda, debajo del campanario.
En mi caso, profesora, me alejé hasta el mirador de la isla, el que había servido de observatorio para controlar a los navíos enemigos. Me acordé de usted, porque las buenas docentes no se olvidan tan fácil, y comencé a recordar la consigna. "Descripción para marcianos". He aquí la correspondiente a este raro artefacto griego. "Drinking machine" le dicen en Folegandros. Tres botellas... ¡Bah! ya lo he descripto más arriba.
Siento un nudo en la garganta y se me retuercen las tripas, cuando veo la luna alta que cabrillea sobre el mar calmo y cuando escucho a las sirenas que me llaman desde el promontorio. Sé que no es verdad, pero, juro, estuve a punto de lanzarme desde el muro, en busca de un poco de amor. En cambio, decidí volver al albergue y subí zigzagueando la zigzagueante cuesta entre los olivos y el perfume de azahar de los naranjos. ¡Esos aromas emborrachan!
Aquí estoy escribiéndole, y me animo a confesarle que siempre estuve enamorado de usted. ¿Suele pasar a menudo, no?
                                                     
                                                     J.C.C. ( o bien podría ser Aquiles o Heracles)

miércoles, 30 de julio de 2014

El liberador de Zeus

Un pelícano, como imitando el andar de su amo, se pasea muy orondo por el último espigón del puerto de Hydra. Markos Vasilíades es el patriarca del puerto; controla desde su barba blanca y profusa, con ojo avisor de profundo azul, las maniobras de los trabajadores, que haraganean al sol; luce una remera a rayas, de marino viejo y un par de tiradores ajustados que sostienen su abdomen prominente y los pantalones raídos.
Está por llegar el ferry que nos ha de llevar hasta Poros y los gatos, dueños del lugar, y conocedores de los horarios, se aprestan en el muelle para el festín que habrán de darse con los desperdicios de la pesca. Son amigos del capitán, se nota en las cabriolas que dan para recibirlo.
Esta mañana no me despertó el canto del gallo; eran los rebuznos de los burros, que allá lejos, se disponían a iniciar la faena. Por la noche, los maullidos de los gatos en celo, corriendo por los tejados, interrumpieron mi sueño atribulado. Entre bostezos, suspiros y contorsiones de desperezamiento, palpé a mi lado el cuerpo yacente de Lifteris (el liberador de Zeus) en mi lecho.
-¡Arriba, que la jornada empieza! -le comuniqué sin más preámbulos. Había que desamodorrar la resaca de la noche anterior.
Promediando mi estadía por las Islas Cícladas, el griego de sonrisa franca y mirada noble, tras sus gruesos anteojos, se ofreció a recorrer conmigo esos encantadores sitios a los que no es posible llegar sin una embarcación pequeña. Acepté, porque me gusta navegar y remar. Seré una tripulante privilegiada, pensé.
Este escrito no es un folleto turístico, es una sucesión de sensaciones que una admiradora de la cuna de la civilización quiere transmitir a quienes aman Grecia, su historia, sus mitos, su cultura, su gastronomía y sobre todo, su prodigiosa naturaleza.
La claridad del amanecer auspiciaba una jornada imperdible; un burro transportaba nuestro equipaje hacia el ferry y ambos cargábamos el kayac y los remos. El mar estaba calmo y el sol comenzaba a caldear nuestras espaldas fuertes. Pude demostrar mis habilidades con los remos y, enfilando la proa hacia una pequeña isla solitaria, apenas un promontorio (creo que se llama Dakos), descansamos en la playa.
Por la costa en declive, los pies se hundían en la arena cernida y caliente, y después, en la arena granulosa y mojada. Moluscos, conchillas, azul plateado y herrumbre. Luz de oro sobre el mar, sobre la arena y sobre los guijarros.
Sumergirse en ese mar esmeralda (algunos dicen color moco; a mí me parece un tanto despectivo; es más poético decir esmeralda) o turquesa más allá, es una experiencia incomparable. Nadamos entre los peces de colores y vimos formaciones coralinas, o tal vez, la lava ardiente que se había enfriado de improviso en las aguas azules, cuando la civilización comenzaba.
Sombras vegetales flotaban silenciosamente en la paz de la mañana, como pulsando las cuerdas de un arpa, que funde sus acordes, blancos como las olas, rielando sobre la sombreante marea. Bajo el flujo-reflujo, algas convulsionadas se erguían lánguidas, cimbreando los brazos desganados y suspirando al vernos, a Lifteris y a mí, confundidos en un abrazo subacuático.
Había que reponer fuerzas. Preparé una ensalada griega con tomates (me contó mi amigo que fueron traídos desde Egipto por un monje católico), aceitunas negras, pepinos frescos de la región, quesa de cabra de sabor fresco, y aceite de oliva, por supuesto. Lifteris, mientras tanto, se entretenía asando pescadilla que había extraído con el medio mundo.Un buen vino griego, un vinsanto dulce y aromático, nos recompuso brindándonos la tranquilidad para el descanso.
Él me había hablado de los símbolos del Acrópolis, el significado de las reuniones en el "ágora", el pueblo que, como una argamasa, fundaba la democracia. Otras civilizaciones, como la egipcia, no levantaron templos, sino pirámides, un culto a un sistema verticalista y de sumisión. El verdadero ícono de la democracia es el Partenón, cuya puerta ha sido emulada en otras ciudades del mundo para ensalzar el orden, la justicia, la libertad y los derechos entre los hombres.
"Desde Pericles a Jefferson", dicen en Estados Unidos, el Lincoln Memorial y la Casa Blanca están ornados con columnas jónicas; la puerta de Triunfo en París, la Puerta de Brandeburgo, y hasta el edificio del Congreso de la Nación y sus cariátides, en Buenos Aires, representan el mito de la refundación.
Voy adormeciéndome mientras recreo en mi mente la imagen de los "evzones", los guardianes del Parlamento en Atenas, altos soldados de la infantería ligera del ejército griego. Me enoja recordar la imagen de los filósofos en los jardines griegos; si no me equivoco, creo que era el busto de Sócrates, donde habían pintado una svástica en un hombro, y en el pecho, el símbolo de la paz y del amor. Los graffities son expresiones de los pensadores modernos que denuncian un mundo convulsionado. Deberemos recuperar la cordura y retomar un "ágora" universal para resolverlo, en cada sitio, en cada país.
Es hora del regreso. El mar se ha picado. Mi compañero sigue relatándome historias. En el Acrópolis está el templete de la diose Atenea Nike, que es el símbolo de la victoria y  me cuenta que la empresa norteamericana NIKE, de artículos deportivos, le había pagado al dibujante de la marca, sólo U$A 35 por única vez, ni un dólar de más. Quiero responder, pero debo esforzarme con los remos, porque Poseidón se ha enfurecido ahora, y se empeña en hacernos estrellar contra los acantilados. Vamos mar adentro para poner proa al puerto de Paros, que ya se divisa; veo además, los molinos de viento, blancos y enfurecidos.
-¿Me acompañás a cambiar la fecha del vuelo de regreso? Quiero quedarme más tiempo aquí.
-Sí, todavía tenemos mucho por conocer y conversar -y su sonrisa hizo aparecer de nuevo el sol por el poniente.
 

viernes, 18 de julio de 2014

Buscadoras de esperanzas.

En la mesa va levándose la masa; mientras espero, un mate amargo como la hiel acompaña mi soledad. Reviso aquellas fotos opacas, amarillas, vibrantes, de ribetes blancos y desgastados por los años, las inclemencias y quién sabe qué más.
Son tiempos ancestrales; son los tientos de la historia los que atan esos rostros curtidos por el viento de Los Andes, y la eternidad, con los dolores más recónditos y los corazones más iracundos, diciendo que hay que resistir. Resistir, hasta vencer.
En primer plano, esas mujeres, todavía niñas, nos reclaman y nos siguen reclamando por el pasado, por el hoy  y por el porvenir. Estremece la desdicha de sus miradas, son como gritos de un moribundo que desgarran el aire. Una angustia perpetua que conmueve, hasta los tuétanos, coo si hubiera que curar una enfermedad desde las propias raíces profundas.
Esos semblantes son plegarias que suben, como la hiedra crece en el muro; rostros sombríos de mirada inquieta; florece una sonrisa ingenua aquí, una expresión de sorpresa, más allá. Los hay esculpidos a fuerza de paciencia, como las esculturas pétreas que la gota horada; los hay de piel tersa y cetrina, con frente altiva, que son pura tenacidad; algunos husmean un destino que no llega.
Otros tantos rostros son todo descreimiento; se han cansado de promesas incumplidas y muchos más, indefinidos, siempre atrás, casi anónimos, siguen buscando las marcas indelebles del abandono y la hipocresía. La libertad, que es su derecho, sigue escabulléndose, como una pompa de jabón que se desintegra y se escurre entre los dedos.

La masa del pan crece; la mazamorra continúa su lenta cocción; la infusión calma la sed y el hambre, y el fuego es la antorcha perenne, que mantiene viva la ilusión.