lunes, 30 de enero de 2012

El palco de las viudas (en dos entregas)

Por la puerta lateral, las viudas van ingresando al teatro, para no ser vistas por el público que está departiendo amablemente, antes del cominezo de la función. Ellas son entes negros clandestinos, como si irrumpieran en la frontera de un país extraño. Porque ir al teatro es eso. Presenciar un mundo raro, donde los protagonistas siempre son otros, y no ellas, donde la realidad es un escenario jamás soñado, donde las fantasías giran como en un caleidoscopio de cuentas de colores. Ellas están estáticas, como un jardín de flores marchitas de pacotilla y folletín.
En el hall central están las parejas, las familias, y también los viudos, pavoneándose entre esa gente selecta y pueblerina. Rumores de lenguas viperinas se oyen a su paso. Ni siquiera exhiben en su manga izquierda la cinta negra del luto. Las mujeres, tomadas del brazo de sus respectivos esposos, saben que tal ha enviudado hace sólo dos meses, que aquel otro ahora sale a disfrutar la vida nocturna, iluminada a pleno en el gran teatro, luego de haber transcurrido meses, o quizás años, junto al lecho de su mujer enferma.
Las viudas subieron con premura por la escalera caracol y se instalaron detrás del enrejado de varillas del "baignoire". Pueden ver hacia afuera, pero no pueden verlas. Cinco años de recato y convención las habían transformado en mujeres perdidas para el deseo, con una vida erótica clausurada. Había que sofrenar los impulsos naturales de seducción, y por tanto, bañarse en las aguas turbulentas de la angustia. Reprimirse es la consigna. Una obstinada negación que, como el puercoespín se repliega para defenderse y ofrece resistencia con sus pinches. Ellas han cancelado su feminidad, han escondido sus encantos con rigidez en la mirada, en el peinado, en la silueta, en la manera de ser, sin darse. Un corsé de broches, varillas, horquillas y botones sujeta sus carnes flojas, pero aún palpitantes. Es tarea del macho redimirlas de una existencia absurda y vacía, y quitarles de sus pensamientos esa acérrima desconfiancia hacia los hombres, que las hace prácticamente inaccesibles.
Por los intersticios, Hortensia, Etelvina y Caty, amigas compenetradas en la angustia de su vivir, están dispuestas ya, no tanto a ver la obra a estrenar, sino a observar con lujo de detalles a los espectadores que van ubicándose en sus plazas, como deteniéndose para lucir sus atuendos y mostrar la máscara de la felicidad que los embriaga y obnubila con las luces a giorno.
Una dama de falda plisada y saco de terciopelo malva va del brazo de Don Hipólito, el hostelero. De modales distinguidos se encaminan hacia la platea. A él, se sabe, le gusta sentirse alabado y es su esposa quien aporta todo el ornamento para su figura condescendiente de traje gris a rayas y corbata azul. Lleva en su mano un sombrero de fieltro también gris. Ahora se deja ver la incipiente calvicie y algunos hilos de plata combinan con los espejuelos de sus lentes de carey.
Va acercándose a las butacas asignadas, Venancio, el corredor de seguros. Luce elegante saco cruzado de tweed, pantalones con botamanga planchados con preciosismo y relumbran sus zapatos abotinados y negros. A su lado, Dora, pizpireta y altiva, está enfundada en un traje de lamé plateado que le descubre la espalda perfecta. Un mono rosa le ciñe la cintura; es un primor ver las botitas también de lamé y de caña corta hasta los tobillos. Un largo collar de falsas perlas, pulsera y aros colgantes, completan el atavío y compiten con el fulgor de las candilejas del proscenio.
Por el ala izquierda, el banquero Rafael se exhibe en redingote negro entallado y pantalón ceñido; se dejan ver los zapatos blanquinegros y las polainas oscuras. Lleva de la mano, como acarreándola, a su gorda mujer de mofletes rebosantes, boquita de carmín y brillos en exceso. Dos niñas, casi idénticas de bucles rubios los siguen; se acomodan las tablas de sus jumpers a cuadros y alisan las mangas prístinas de sus camisas.
Más hombres de traje oscuro y zapatos lustrosos se florean en la noche del sábado. Allá está el esposo de la granjera que murió sorpresivamente; del chaleco que casi revienta los botones, cuelga un reloj de oro con cadena.

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