miércoles, 28 de marzo de 2012

La señora del piso 12º.

Ella siempre me buscaba. Y yo también. Cada semana, salía del mercado empujando el carro con provisiones y otras menudencias, repleto de comestibles y bebidas, artículos de limpieza (¿qué tanto tendrá que limpiar?, me preguntaba) y muchos artilugios para destacar su belleza. Casi siempre enfundada en un traje ajustado de pantalones negros y remera con grandes escotes, yo sé que, detrás de los modernos anteojos de sol, me buscaba, con esos ojos negros chispeantes, y se quedaba parada en la playa de estacionamiento.
El viento de la tarde arremolinaba sus cabellos negros lustrosos y la llovizna fina iba empapándola. Sus curvas y sus prominencias se hacían más sobresalientes. Dos botones ateridos resaltaban debajo de su remera. Un imán me atraía hacia esos pechos y con pasos apurados, llegaba yo, con la impaciencia y con la exaltación del adolescente, que ya no era.
-¿Dónde te has metido, chavalejo? Apurémonos, que nos mojamos. Coge esto y acompáñame a mi piso.
-Es que estoy trabajando...
-Es que na'! Trabajarás en mí, te lo aseguro. Mi marido ha salido de viaje, y ... ná, pensé en tí, argentinito! - y yo también pensé que las españolas no se andaban con chiquitas.
Por el Paseo de la Castellana, el tráfico se ralentaba, mientras la lluvia se hacía cada vez más espesa. En el semáforo próximo, me miró con pasión y sin anteojos, y sé que con ternura y curiosidad. Extendió su mano hasta la rodilla más cercana y me acarició la entrepierna. En silencio, ambos íbamos imaginando lo que vendría después.
Estacionó su coche en el garaje del edificio y en el ascensor ya fue incontenible la compostura. La tomé por la cintura. Mis manos grandes podían rodearla, casi hasta cerrarse en su contorno. Acaricié los pezones mojados y sus caderas se movieron en compás sensual hacia mí, con lentitud, mirándome con provocación, hasta pegarnos en un largo beso de lenguas pegajosas, al momento que nos deteníamos en el piso 12º.
Lujoso, coqueto y moderno. Así calificaría su morada. No pude admirar con detalle la ornamentación, porque en el instante, ella fue sacándome la camisa. Sobre una mesa ratona había una nota que ella leyó de reojo, y yo también.
-Señora; he dejado todo tal como lo ordenó y he retirado el dinero que me ha dejado. Soledad.
Me llevó de la mano casi corriendo hacia la cama cuadrada; cuando comencé a despojarla de sus ropas, me detuvo.
-Deberías hacer caso omiso a mis cicatrices, y no te impresiones. ¡Vale? -dijo secándose la prótesis de su pecho izquierdo -Desde que me operaron, mi esposo ya no me folla. Y yo necesito un hombre. Ése, eres tú, moreno.
El fuego quemaba nuestros cuerpos y nada de eso importó. Ella se entregaba a mí, salvaje y audaz. Comandaba su plan y yo, la dejaba hacer. Cumplía como un soldado sus órdenes.
-Ahora mi espalda, y anda diciéndome en auténtico argentino las palabras soeces que vosotros dicen. ¡Anda!
En esos menesteres andábamos ("putita", "calentona", "culito"), cuando comencé a percibir una presencia, un perfume que no era la fragancia de ella. Alguien, desde el vestíbulo había puesto una sinfonía árabe.
-¡Ala!. Ven ahora, Soledad. Acá estamos bien encuerados y no te quedes ahí solita, envidiándonos. Ven con nosotros, que todo lo compartimos -dijo, y supe que era Soledad, la empleada que se acercaba sólo con el impecable delantal de mucama, alta, de tacones rojos, sensual, observándonos desde sus ojos gris acero, con la lascivia de su lengua palpitante.
Y nos fundimos los tres en una orgía de placer sin par.
-Ahora vete, niño, que ya has cumplido espléndido tu rol. En ese sobre está tu paga -me ordenó.
Y yo, que hubiese querido descansar sobre las sábanas de seda entre las dos, la morena de caderas portentosas, y la pelirroja angelical y diabólica, me levanté como un guerrero que sale de la trinchera, cuando se apagaban los últimos estertores. Las miré y se entrelazaron, ya dormidas. 
Guardé en mi chaqueta el sobre sin mirar su contenido, prendí un faso y me fui silbando el Tango Julián.

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