domingo, 1 de mayo de 2016

Despegue y aterrizaje

El comandante avisa que habrá una demora de 15' para el despegue, mientras el ronroneo de los motores me arrulla. Veo un ángulo de 45º entre la pista y el ala derecha. Una llovizna tenue cae perezosa a esa hora de la mañana. Comienza el despegue y ya se ven cada vez más arriba las gotas transformadas en escarcha. Luego el avión se alínea y horizontal, como una buena fotografía, el ala reparte hacia arriba, un cielo despejado, y hacia abajo, un colchón de plumas o de espumas.
El enrejado de mis pestañas va venciéndose al peso de los párpados y comienza un vuelo retrospectivo. Bailo al runrún de los motores, que parece primero, un allegro molto vivace. Más tarde, una guaracha monocorde, y finalmente, un hip-hop; son los pozos de aire que transitamos.
Imagino campos florecidos, que se mecen con la brisa, como un lago quieto, apenas oleado. Destellos de trigales o girasoles amarilleando la pampa gringa. La oveja negra ramonea y pasta en lenta mansedumbre; no la discriminan las otras, hasta que un día se rebela de tanta rutina y se escapa del rebaño.
Aguas barrosas de un río de limo y camalotes. Sabor a fruta madura en los escapes a la hora de la siesta; adrenalina y sudor corriendo en bicicleta y al viento. Travesuras y sangre por las caídas. Escarceos amorosos, energías nuevas, descubrimientos y otras experiencias asombrosas.
Como una cinta de Möebius, el paisaje cambia. Una meseta árida, pinchada de coirones y flores tristes del desierto. Los "gatos" perforan en los pozos petroleros, día y noche y su negrura acentúa la aridez, aunque los suelos cuartiados y resecos posean una extraña belleza. La fertilidad, fruto del amor, germina y veo junto al pozo Nº 1, la foto de una pareja con su hija recién nacida. Sobresaltos, vaivenes. Este nuevo pozo de aire me despierta un poco. Alegría, desazón, aventuras, y otra hija. Más desventuras y mucho dolor. Amor, soledad, aislamiento, enfermedad y muerte. En esa secuencia han sido esos años.
Otra panorámica se da en otros paisajes. En el otoño de la vida rojean los ñires en los faldeos de las montañas: los coihues y los radales verdean contra la blancura de la nieve; rojos, ocres, amarillos, marrones se dejan acariciar por una brisa de nostalgias y el azul del lago compite con el azul del cielo, casi un empate de reflejos espejados.
Los niños que alegran mis días colorean el gris de la tristeza y me renuevo cada día con sus risas y sus ocurrencias. También viajo con la mente y con aviones para ver otros espacios, a conocer otra gente, otras culturas y a descubrir y asombrarme con los matices de la vida y sus encantos.
Como un perfecto cuadro equilibrado en el plano y los colores, el ala del avión divide. Arriba, un cielo nítido; abajo, una plancha algodonosa de nubes.
Sesenta y dos años han pasado en tan sóo dos horas de vuelo. Es la hora de aterrizar. El tang lo anuncia y se han encendido las pantallas. Hay que ajustarse los cinturones y enderezar los asientos. Ahora el ala y la pista de carreteo forman un ángulo de 45º y gruesas gotas rebotan en los charcos. Se adivinan tras las nubes, las montañas con sus picos nevados. Vuelvo al hogar y pronto me arrullaré en los brazos familiares.

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