lunes, 13 de abril de 2020

Cuarentenados y cuarentenandos


Cuarentenados y cuarentenandos
Me miro al espejo para no sentirme tan solo. Tengo que cortarme la barba que se puso bastante tordilla y el pelo, cada vez más ralo. Sentado, siento que las rodillas me crujen. La bicicleta está arrumbada hace varios días, así que me ejercito en la silla. Todavía conservo los hombros anchos y altivos. Nada de joroba. ¿Y esa panza fofa? Habrá que hacer abdominales. Debajo de la escalera guardo el monopatín con que solía recorrer la plaza y las calles de mi barrio. Ahora, esto se acabó.
Siento que estoy midiendo mi tiempo con un nuevo calendario, el de la cuarentena. El distanciamiento es una separación brutal, sin límites y sin futuro previsible. El pasado y sus recuerdos tienen sabor a nostalgia.
Solo bajo el sol, vivo al día y es momento de templar el carácter y comprender bien que el tiempo es fuente de alegría. ¡Tanto la necesitamos! Es lenta la espera. Estamos arrojados a un espeso silencio que invita a reflexionar.
Las tinieblas de la epidemia han ido penetrando pausadamente, como una cocción a fuego lento. Miro por la ventana el atardecer casi rojo y el vuelo de las golondrinas. Exiliado en mi propia casa. Un colibrí aletea y sé, me anuncia que mis muertos están bien.
Muchas han sido las acciones emprendidas, aunque lo que es cierto, es que esta pandemia iguala a los funcionarios, porque en materia de peste, todos somos ignorantes. Elocuentes, triviales, nihilistas (“es una gripecita nomás”), metódicos (la salud por sobre la economía (“Lo más urgente es curarlos”) Todos opinan, como si supieran.
Mi compañero de truco me habla por whatsapp. -¿Y si nos escapamos un rato hasta el bar a tomarnos una ginebrita?
De este otro lado, las reacciones son diversas. Los altavoces en la calle añaden confusión y malestar. Antes, todos nos sentíamos con derecho a la libertad. Ningún cesante, todos de vacaciones. –Es una enfermedad de “chetos”, son los que pueden irse de vacaciones afirman por TV, algunos políticos, sindicalistas. ¿Y los jubilados que cobramos el mínimo?
Prohibición de salir. Se pena a los contraventores. Los amigos, los parientes, los vecinos, todos son sospechosos. Cada uno lleva en sí mismo la peste, porque si en un minuto de distracción uno nos respira, nos tose, o estornuda en la cara, nos pega la infección, ¡Y chau!
Comienzan las acciones gubernamentales. Cambian las prioridades para atender a los marginados, al hacinamiento en las cárceles, en los hoteles donde se alojan los casos sospechosos, en los hospitales, en los barrios (En vez de “Quedate en casa”, ahora es “Quedate en tu barrio”.
Los eclesiásticos de cualquier rama empiezan a tocar el tambor del genio de la peste, como pedidos de socorro. “Es el azote de Dios”, dicen. “Los justos no temerán”. Imploran al ángel, a San  Roque, para pedir que nos libre de enfermedades y contagios del cuerpo y del alma. Tocan en sordina los órganos de la catedral, lo puedo oír. Hay plegarias  colectivas. –Yo creía que habíamos pasado la etapa del Teocentrismo!
-“Dios no existiría, porque si existiese no serían necesarios los curas. –asevera Juancito y le sobreviene el malhumor por las frecuentes colectas por diferentes organizaciones para cubrir la ausencia del Estado. Ni héroes ni santos. Y el Papa sigue orando frente a una plaza vacía.
Se acrecienta la solidaridad, sin intervención de la Iglesia. Las profecías y los vaticinios han sustituido a la religión. Hasta los pronósticos del clima dan una cuota de esperanza, o aumentan el miedo. ¿El frío favorece la expansión de la pandemia? No, el calor mata al virus. –otros afirman con absoluta certeza.
Todos valoran, creen, insisten, cuando el abatimiento ya es generalizado. Una hilaridad muda se contrapone con la toma de conciencia. Hay que responder, de alguna manera, al silbido de la plaga que se esparce con el viento (“las gotícolas”). Cuarentenados y cuarentenandos son los olvidados que miramos, errantes, con aires de desconfianza.
Aparecen palabras de aliento y consejos por las redes: consumir cítricos, tomar infusiones con limón, hacerse buches con bicarbonato de sodio. Me acuerdo de las gárgaras con sal que la abuela nos exigía a todos, sin excepción, cuando empezaban los fríos. Consumir frutas y verduras con alto contenido alcalino… ¡tantas recomendaciones! La Farmacopea no se queda quieta y pugna por sacar a la venta diferentes sueros provenientes del microbio, que no es lo mismo que el bacilo. Pero, después están los intereses políticos y económicos y la OMS no lo acepta.
Al amanecer parece que la peste suspende por un momento su esfuerzo para luego tomar aliento. Durante la noche nos preguntamos, en las entretelas del desvelo ¿Creemos conocer todo de la vida? Definitivamente no. Deberemos tener la humildad de asumir la ignorancia y seguir sorprendiéndonos en cada instante. Los moralistas van diciéndonos que nada sirve, sólo ponerse de rodillas.
Mañana tendré que salir embutido en una máscara casera, como la escafandra de un astronauta. Tal vez me encuentre con algún conocido. La larga cola a la madrugada es el retrato vivo de la vejez y de la espera. Cuando se ve la miseria, la separación esencial  y el sufrimiento que acarrea; hay que ser ciego o cobarde para resignarse.
A fuerza de esperar, se acaba por no esperar, llegar a vivir sin futuro. Hay una vieja y tibia esperanza, la que impide abandonarse a la muerte. Es una oda, una obstinación por vivir.
De regreso, al atardecer, tomo el bus que está repleto desde los estribos, hasta los topes. Los ocupantes vuelven la espalda al otro. Hay angustia en los ojos.
Me aprovisiono y pago a precios fabulosos, pero no me privo de un vino caro, que beberé en soledad para espantar al miedo y los fantasmas.
Adormeciéndome echo a patadas borrachas, cada vez más débiles, a la pandemia, para que vaya yéndose por donde vino. Me atormento con el canto lastimero de Feliz Cumpleaños, de mi vecino, solo en el balcón. Ha tendido una mesa primorosa con torta de festejo y ha fabricado cuatro acompañantes con palos de escoba, pelucas rojas y verdes, ataviados con barbijos blancos. Es que la peste está dejando huellas: la esperanza de la liberación definitiva o la resignación. Así es como veo formas distintas de sobrevivir, en medio de la locura.
Un haz de fuerzas se trenzan en lucha. Un incendio se desata en una vivienda pobre, como para hacerse la ilusión de matar al virus. Son los incendiarios inocentes. Un humo negro no anuncia que tenemos nuevo Papa. Los curas hoy dan misas por video conferencias.
Casas abandonadas en pleno toque de queda son saqueadas salvajemente, porque hay intentos de huida para salir de la ciudad. Hay un motín en la Penitenciaría, que no pueden contener.
No es vergonzoso elegir la felicidad. Los amantes separados sufren. Los parientes separados sufren. Los amigos separados sufren. Un mundo sin amor es un amor muerto. Uno se cansa de la prisión y no exige más que el rostro del ser querido y el hechizo de la ternura en el corazón.
¿Es insomnio? ¿Es la duermevela? ¿Es la vigilia de la noche? Una especie de gas venenoso está flotando en el aire, curiosea en los recuerdos más amargos y castiga la memoria de un tiempo feliz. Las palabras enmudecen y viene a perturbar el descanso. Un olor nauseabundo viene con el viento del sur. Son los enterrados en fosas cubiertos con cal y tierra; son camadas en la trinchera. Una gigante lasagna de la muerte.
A lo lejos se oye el tren de medianoche que acarrea los féretros apilados con sus muertos sin mortaja. La sociedad de los vivos va dejando paso a la sociedad de los muertos, los de las cárceles, los fugitivos, los de los hospitales de campaña.
¿Es la guerra biológica? Sigo desvelado. Un monstruo coronado apoya un tentáculo en mi hombro, aunque no tengo fiebre, ni tos. ¡Estoy sano! Ya me despierto y desaparecen esos olores tan ásperos.
¿Llegó el final? Hay rumor de pasos. Voces sordas. Pisadas apresuradas. Gritos de alegría desde las terrazas. Una gozosa agitación, tras la vigilia silenciosa que va a mitad de camino entre la agonía y la felicidad.  ¿O es parte del sueño este júbilo generalizado, esta obsesión ciega por vivir, por recuperar la amistad y las confidencias?
La frente arde y suda, la boca está seca y pide agua. Me restriego los ojos y sigo viendo imágenes, ahora más agradables. Voy hacia la ventana y ¡tan azul está el cielo! Los chimangos compiten con las gaviotas por la comida. Un ciervo juguetea con las olas del mar. Los delfines hacen acrobacia y los cardúmenes avanzan.
Me refresco la cara y sí, es verdad. ¿Habremos ganado la partida? Es imperioso, entonces, guardar en la memoria los sucesos pasados, como un mal recuerdo. Afuera la algarabía se adueña de las calles. Me sumo y me dejo llevar con la tranquilidad de saber que aprendimos con la humildad de quien valora la vida. La multitud me empuja hacia el bar del vecindario, que está abierto. Veo a Juancito que mira azorado cómo la vida renace.
No me dejan detenerme, sólo para dar un abrazo. ¡Cómo nos hacían falta los abrazos! Quien recibe más abrazos es el cura, que avanza a contramano con su sotana habitual, un medallón hippie de paz y amor reemplaza al crucifijo. Al que esquivan, sin duda, es el que anda disfrazado de bacteria que lleva como accesorio, una corona cruel.
Reconozco al sepulturero que lleva de la mano a la pitonisa. Rumbo a la estación de tren se siente, se percibe ¡Qué no daría yo por un beso tuyo! Y los amantes separados, al fin, se encuentran para amarse con fervor.
Suenan las sirenas de los barcos que van arribando. En el campanario de la catedral los médicos aplauden.


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