Perfume de labios oxidados
Enfermedad, decrepitud,
muerte
Danzan como doncellas
inocentes.
Nicanor Parra
Hoy la señora está apesadumbrada. Mira con abulia desde el
ventanal, como disimulando esa tristeza abismal. Espera con un sopor grave que
algo la sustraiga de esa fría pesadilla.
Quiere gritar y su voz se ahoga hundiéndose en las
profundidades del alma. Es como si llevara una bolsa al hombro cargada de
soledad. Sé que está a su lado acompañándolo con plegarias, a ese hombre recio
y duro que una vez fue. Custodia su espíritu, como si una turmalina con pequeñas
porciones de hierro debiera ser retenida, antes de que las esquirlas de cristal
trisado la hieran.
Ella está ajada y se queda sola mirando la garúa que no cesa.
Prueba, con escafandra y oxígeno, como un buzo entre los corales y los huecos
de barracudas y anémonas de mar. Lo persigue. Sabe, sin embargo, que cuando
llueve y aún cuando no llueve, siempre debe haber un yo, para que sea, y
siempre debe haber un tú, para contárselo. Tantea, con la templanza de un
monje, diferentes modos de retenerlo; se muerde la lengua para que no salgan
las verdades que hay en su corazón herido. Una máscara de vida fingida ha sido
especialmente diseñada para esconder esos secretos, como efluvios del perfume
de labios oxidados.
Ensaya, recuerda, prueba, busca en la dimensión del sueño. Un ruidazal se agiganta;
la atormenta; fija imágenes remotas, hasta que en tropel se atropellan en su
garganta las palabras, y grita: “De todo, pero no me prives del calor de tu
presencia”.
Y lo ve cuando sus ojos se opacan y pierden su esplendor,
como si adivinaran la oscuridad que sobrevendrá. Después, el silencio, el
inabarcable silencio.
Ella sabe que el hierro se oxida, porque es reactivo a la
intemperie y a las tempestades. Un día, el carro de la vida lo llevó sin
quererlo. Ahora sabe que él la espera junto al hito que señala el comienzo del
cielo.
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