domingo, 1 de mayo de 2016

Lluvias

Amarillean las hojas y rojean los frutos maduros.
Un ventarrón de agua destroza el ramaje,
como quebradura expuesta.
Hiere los árboles a muerte.
Lastiman las gotas violentas la piel de la mañana.
Vuelan los paraguas pero no los pájaros ateridos;
ellos caen con sordo estertor y rebotan sobre los charcos.
Me amarro a un tronco desnudo
y me dejo llevar por la correntada
por el medio del río, hacia abajo.
En un recodo encallo
sobre la podredumbre de espumarajos arremolinados
y flores muertas.
Me miro en el espejo de agua quieta 
y no quiero quedarme en las cuadrículas de la soledad.
¡Todavía estoy a tiempo!, grito
para competir con el rugido del viento.
Las ausencias duelen.
Me flagela el silencio, el vulnerable silencio
que me fabrico para abstraerme.
Ya me desapego en una lágrima sola.
Pincha el horizonte la aguja del sol
que crece para alumbrar el verdor de los sauces.
También lloran y la tierra hastiada de castigos ya no está sedienta.
Piso el borde del río maltratado
y desaparezco en el velo de la bruma.
Una fina llovizna todo lo calma.
Viene la quietud del atardecer
con la profusión de aromas que se alza.
Camino. Una efervescencia de chillidos renace.
El frío da cuchilladas en la cara, en los pies y en las manos.
Veo ahora plumitas blancas que cabriolean
hasta cubrir las miserias y los despojos.
Otra vez el silencio, cuando la sangre calla.
Sólo los pasos sobre la escarcha se oyen
y me guían hacia otros rumbos,
siempre más al sur. 

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