jueves, 28 de junio de 2012

Era una aldea de montaña.

Que "veinte años no es nada -dice el tango. Yo creo que más de treinta, son muchos años, por el contrario. Ahora casi nada dice la esquina de Gallardo y Villegas, el defensor de los Parques Nacionales y el militar de la Campaña del Desierto, respectivamente.
En ese sitio del barrio Las Quintas, se erigía, como una fortaleza, la casa histórica donde vivía Noemí. Éramos compañeras de trabajo y los martes coincidíamos en cuarenta minutos libres de "el Comercial". Íbamos a su casa, que quedaba a la vuelta de la escuela, con la excusa de planificar las clases de Lengua.
Los pisos de madera crujían al pisar y despedían ese olor de ciprés lustrado tantas veces, hasta desgastarlos. Recuerdo que caminábamos sobre patines tejidos al crochet y justito frente a la cocina, una leve concavidad descubría el paso de sus moradores y de los años, e invitaba a estar ahí.
Nos recibía ese ambiente cálido de la mesa noble, junto a la cocina a leña. La pava, amable, siempre estaba lista para el mate indispensable. Para acompañar, el pan casero con mermelada de peras o el dulce de membrillo, nos reponía la energía necesaria para continuar con las clases. Esos adolescentes indómitos y ariscos, no querían saber de proposiciones subordinadas, ni de la conjugación de los verbos.
Desde las ventanas angostas y altas de visillos claros, podía verse todo el entorno. El lago, a veces ofuscado por los vientos del oeste. Los cerros, que empezaban a blanquearse, y el frío, que enmudecía el rumor de los árboles, obligaba a los caminantes a embozarse hasta las orejas, e inclinarse hacia adelante para transitar la subida, o imponerse con firmeza al viento gélido.
Sé que en la ochava, una angosta escalinata con barandas de madera, ofrecía toda la elegancia de un castillo medioeval, o un refugio de montaña entre los Alpes. Pero nosotras entrábamos por la puerta lateral, sobre calle Villegas.
No la vi más a Noemí. Esta mañana temprano la recordé y en esa evocación vi que en los años siguientes, la casa más tarde se transformó en local de feria de ropas. Era el recibidot y el living. Alguna vez fui a curiosear prendas originales, un poco deterioradas por el uso, los lavados y el paso del tiempo. Años después fue una rotisería de comidas rápidas.
"Las piquetas de los gallos cavan buscando la aurora", dice el poema de Lorca. No era eso lo que vi. La casa antigua había sido derrumbada y hoy se eleva un edificio alto que pincha con los hierros desnudos, el cielo rosado del amanecer. Las siluetas negras de los obreros, inclinadas de terquedad, desafían el avance del progreso, con tenazas, con martillos y con tesón.
Esa esquina soberbia será una empresa que arribó a la ciudad para quedarse; así lo dice el cartel del futuro emprendimiento. Aunque no instalaron semáforos, ni en la esquina siguiente, donde siempre hay accidentes, la ubicación de la compañia de seguros es la adecuada. Para ver el paisaje, o para denunciar un siniestro, habrá que subir en ascensor.

En más de treinta años, ya casi nadie se acuerda del militar, ni del político.Los viajeros le dirán al taxista: "déjeme en la esquina de Zurich". La fisonomía del pueblo se ha transformado, y no hay espacio para la nostalgia, esa gata mimosa que tantas veces me acaricia y me ronronea.

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