martes, 3 de julio de 2012

El último grano de arena.

Su cuerpo es anguloso y descarnado, casi esquelético; de sus hombros hundidos parte un cuello largo y cruzado de finas líneas y se dobla, fláccido, por la pesadez de la cabeza redonda y lampiña. En su rostro de expresión indefinida, puede adivinarse el paso de esos años, siempre iguales, simples y regulares.
Unas cejas hirsutas hacen sombra a unos ojos claros lacrimosos, que parpadean de manera constante. Una nariz curva y filosa cae vertical sobre una boca desdentada, de labios delgados, casi tapados por unos bigotes blancos profusos; una barba enmarañada y desprolija termina por redondear su semblante marchito.
De repente, su triste fisonomía entorna los ojos para dejar de lagrimear y principiar su relato. Pero de su pecho sólo sale un ruido áspero de carrasperas de fuelle quebrado, deshabituado por la imposición del silencio. Se esfuerza y chasquea una lengua rosada y fina. Con la cabeza inclinada hacia un lado, asistimos al espectáculo de una cara demudada. Pensamos, de angustia y de temor.

Del bolsillo superior de su casaca asoma un papel arrugado de bordes amarillentos. Me acuclillo, y en un atisbo de coraje, lo saco. El viejo nada dice, ni recrimina, aunque quienes lo rodeamos, le estén quitando, en ese instante, un tesoro celosamente resguardado durante un tiempo que podría ser eterno.
En la esquina superior, roto y quemado, seguramente por una colilla encendida, el papel, como un pergamino antiquísimo, no deja ver los fragmentos anteriores, y leo.

"...en ese tremendo río, que competía con el Nilo en tamaño y no en hipopótamos, él alguna vez había palpado la blanca arena, los secos excrementos del ganado, el duro pasto azotado por el viento y había sentido en la piel, los rayos del sol septentrional,  verticales, quemantes.
Ahora ya se había caído el último grano de arena de sus sandalias agujereadas; su piel se blanqueó en los humbredales de las bibliotecas escondidas y sólo perduraba su recuerdo, como un archivo de olvidados y apretados recuerdos.
Fue entonces, cuando sintió el frío de la muerte en su cuarta costilla y se encogió en su esterilla.
A la tarde de ese mismo día, decidió recorrer sus ancestros, preparó su carro de guerra, tomó su alforja y su corto puñal. Llenó la vejiga con bebida para la larga marcha de tres días a través del desierto.
Fue en ese momento que algo extraño le pasó, quedó como suspendido en el tiempo. Saltó sobre su carro y bajo las nubes, iluminado por un relámpago y acompañado por un trueno, partió".

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