No es de ahora, por la pandemia, desde siempre fue así.
Cuando lo conocí me pareció un tipo apuesto, de traje, aunque
sin afeitar por dos días, casi normal. Sin embargo, percibí ese olor acre de
los desequilibrados, de los que consumen los fármacos que les receta el
psiquiatra. Emanaba un sudor, así de picante.
Supe que tiempo atrás se bañaba desnudo en la canilla del
patio comunitario, a la vista de todos y luego, limpito, prendía su Wincofon y
atronaba el vecindario con rock nacionalo.
Eduardo convivía con sus gatos, y cuando tenía hambre, mataba
uno y lo ponía a cocinar en la olla abollada sobre el triste fueguito que
encendía en el zaguán.
Otras veces, salía a pasear por el barrio, siempre vestido
con su traje lleno de pelusas, y en la solapa, se balanceaba uno de sus gatos
preferidos, el gris peludo, que no se animaba a saltar.
Una mañana de neblina pasó frente a un camión que no pudo
frenar a tiempo. De la consola se oía “Canción para mi muerte”. Dicen que en el
velatorio, “Los gatos” lo acompañaron con la balsa. Era la balsa de Caronte que
navegaba, no en la laguna Estigia, sino en los charcos del pavimento.
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