Como vencido, está sentado con las manos en las rodillas,
paralizado y extático, arrobado por el silencio que guarda, sólo presiona las
nalgas contra la silla dura; las plantas de los pies descalzos, sobre el piso
frío; las manos, inertes; la espalda, sostenida y recta; el cuello, erguido y
sin torsión, y la cabeza, estática.
Por momentos, cierra los ojos para no ver, y luego los abre
con horror, desde esas órbitas vacías, para dejar salir las lágrimas que le
corren por toda la cara, hasta las mandíbulas y después por el pecho, por los
costados y por la espalda. No se le acumulan en la barba, porque ya no tiene, y
su cabeza es lisa, una bola que perdió el pelo, y las mañas, y el olfato,
porque la nariz se le desprendió, como una costra seca, hace tiempo. La boca,
es una sola rajadura informe, que algunas veces boque, como una boga ciega y
torpe en las aguas de limo y ciénagas. Sin dientes y sin lengua, no puede
gritar.
Sí puede oír voces, y voces, y gritos y más gritos, más
amenazas, todo eso lo aturde. Sus orejas están para custodiar esa cabeza calva
y redonda que llora y destila sin detenerse. Sus manos siguen inertes, ni
siquiera atinan a taparse los oídos para no escuchar, para no atormentarse.
Tampoco puede ver, porque sus dos oquedades manan lágrimas sin
enjugar en el zaguán, que se transformó en laberinto.
La música de la radio lo despierta. Volvió la luz. Afuera
sigue el gris ceniza de una calma sospechosa.
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