martes, 14 de julio de 2020

Retratos IV

 

Como vencido, está sentado con las manos en las rodillas, paralizado y extático, arrobado por el silencio que guarda, sólo presiona las nalgas contra la silla dura; las plantas de los pies descalzos, sobre el piso frío; las manos, inertes; la espalda, sostenida y recta; el cuello, erguido y sin torsión, y la cabeza, estática.

Por momentos, cierra los ojos para no ver, y luego los abre con horror, desde esas órbitas vacías, para dejar salir las lágrimas que le corren por toda la cara, hasta las mandíbulas y después por el pecho, por los costados y por la espalda. No se le acumulan en la barba, porque ya no tiene, y su cabeza es lisa, una bola que perdió el pelo, y las mañas, y el olfato, porque la nariz se le desprendió, como una costra seca, hace tiempo. La boca, es una sola rajadura informe, que algunas veces boque, como una boga ciega y torpe en las aguas de limo y ciénagas. Sin dientes y sin lengua, no puede gritar.

Sí puede oír voces, y voces, y gritos y más gritos, más amenazas, todo eso lo aturde. Sus orejas están para custodiar esa cabeza calva y redonda que llora y destila sin detenerse. Sus manos siguen inertes, ni siquiera atinan a taparse los oídos para no escuchar, para no atormentarse.

Tampoco puede ver, porque sus dos oquedades manan lágrimas sin enjugar en el zaguán, que se transformó en laberinto.

La música de la radio lo despierta. Volvió la luz. Afuera sigue el gris ceniza de una calma sospechosa.


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