domingo, 11 de diciembre de 2011

2046

El temblor de párpados silentes anuncia imágenes que nadie más puede ver, sólo el; una lente turbia cubre los ojos redondos y negros de pestañas oscuras, que destellan por momentos. Repentinamente, se abren con estupor y vuelven a cerrarse; la frente se ciñe y se distiende, a la par que inspira hondo y exhala en cortos estertores, como si el terror apareciera y se asomara tras la mascarilla que insufla aire puro y sanador.
 Seres autómatas se desplazan, rotan, seextrapolan y se trasladan a pocos centímetros del suelo, sin rozarse, sin mirarse, prestos a trepar al tren aéreo que ya parte. Tal vez los llevará a las aguas saladas del Mar Muerto, para dejarse contener sobre las aguas y el lodo curativo, y para que el sol intensísimo los haga renacer. Necesitan esas caricias para desvanecer los dolores del cuerpo y del alma. ¿Tienen alma? ¿O sus espíritus volaron y se estrellaron contra esa atmósfera oscura e impenetrable, como si fuera un inmenso chapón de cuarzo y silicio de brillo vítreo y artificial? No son estrellas en el cielo de Groenlandia, son espectros de apariencia estelar, son quásares de frío criogénico. No volaron. Esas almas se sumergieron, abruptas y a borbotones, por los conductos de desechos tecnológicos, de una ciudad de sonámbulos que, pesadamente, se mueven. Son vidas a medias, sin recuerdos y desprovistos de futuro.
Huyen con sus mentes en blanco, como si su pasado hubiera sido subsumido y robado por un cleptómano de los fabricantes de memoria, artistas o escritores que fracasan, y lo vuelven a intentar, cada vez, con tosudez. Les habían quitado los recuerdos de su infancia, de su lugar, de su vida adulta, cuando el estrecho del Bósforo se amplió en un gran maremoto que terminó por unir el Mar de Mármara con el Mar Negro.
Otros confluyeron, ávidos de sobrevivencia, en Technópolis, en los momentos posteriores a la explosión del Monte Balbi y la lava candente comenzó a descender hacia las tierras bajas de la Papúa de Nueva Guinea y Bougainville.
A esa ciudad hiper-tecnificada, habían arribado los habitantes sufrientes por muchas pérdidas de seres vivos y de objetos. Su pasado se había hundido en un santuario ecológico de vida sana en la desembocadura del largo río Amazonas. Habían resistido al hundimiento de la Isla de Marajó, cuando el calentamiento global hirvió el océano, el mar y las aguas dulces.
Las cabinas de psico-guías, son atendidas por hologramas de voz aguda y metálica, como símiles de humanos; están abarrotadas, y filas de rostros torturados van a rogar con sus tarjetas magnéticas, para poder ver un nuevo equinoccio de primavera, o disfrutar de la luz rosada de una aurora austral, o un amanecer en Septentrión.
En el Mercado de Salud, hombres y mujeres mecánicos expenden programas cibernéticos de oxígeno-terapia, cremas dermoexfoliadoras para despellejar la cobertura antigua de esos cuerpos provenientes de Anatolia, o de Occitano, quizás; otros pujan por conseguir un nuevo corazón que les permita conocer el regocijo y desenterderse de esos corazones de chatarra, que ya no vibran, ya no palpitan, ya no sienten.
Se venden grageas de oxitocina para lograr reconocerse; otros se inyectan esta hormona para estimular la glándula pituitaria; pueden adquirirse píldoras para aromarse con feromonas, perfumes o aceites de atracción sexual. Todos estos productos representan un grito de auxilio para mejorar los intercambios sociales. Se dice que ha caído estrepitosamente, como las bolsas financieras, la venta de ozonadores y su gas tóxico y azul de veneno, ya se pierde por los albañales, porque todos imploran un canto a la vida. Ahora piden un mantra, una oración, mientras las mantis religiosas se posan, casi inertes, para capturar unos insectos moribundos; junto a un charco pestilente, una mascota peluda de pelos de plástico y parlanchina, repite y repite sonidos incoherentes, cuando se van acabando las baterías.

Ahora, el cuerpo yacente en la cama del hospital se sobresalta, cuando la ventana de visillos blancos se golpea una y otra vez. Afuera el cielo es plomizo de tormenta, y el viento sacude unas hojas de otoño que pasan frente a su ventana. Sobre la rama de un sicomoro, arrulla una paloma. Abre sus ojos y ve a su lado, la sonrisa de unos ojos que anticipan la sonrisa de unos labios calmos, que quieren insuflarle vida y curación.

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