sábado, 8 de septiembre de 2018

Mujer y cisne

Una mujer madura
torna, de pronto,
en incipiente mujer.
Cierra los ojos y
tropieza con la nostalgia
del primer amor.
Sublime, en la lejanía
de tiempo y sitio.
Un cosquilleo en todo el cuerpo,
como si un cisne de cuello largo
anduviera descubriendo
cada recodo en el relieve de su piel,
cada presuntuosa turgencia,
cada mullida hondonada misteriosa.
Es como si picoteara en ternuras pequeñitas
todo ese universo ígneo.
Se sumergen en las aguas quietas del lago,
hasta que un ramalazo
que viene de las profundidades,
los elevara hacia la superficie,
como si les insuflara aire fresco
de renovada vida y
silbara
un canto de candor y sabiduría.

Nácar de ilusiones

¡Ay! cabeza de chorlito
que sueñas gaviotas en vuelo.
De buena madera eres,
madera petrificada,
roca y nácar.
Nácar de caracolas.
Caracolas que danzan
entre las olas.
Olas de espuma y sal.
Sal de las salinas y el desierto.
Desierto de arenas.
Arena y huellas.
Huellas de un eterno caminar.
Caminar sin pausa.
Volar en el azul.
Azul de ensueño.
Ensueño de libertad.
Y por ahí andas,
libre de ataduras y corduras.

sábado, 1 de septiembre de 2018

Como una lluvia tierna, los recuerdos

El perfume de las corolas de paraíso, trepada al árbol, cuando enhebraba los pistilos y me fabricaba un collar precioso.
El gusto dulce de las flores de mburucuyá, o el de la teta de la vecina, cuando amamantaba a su bebé, y yo, de parada, chupaba la otra teta de Irma.
Los rasguños y raspones en las rodillas, que me aliviaba con algodón embebido en té de malva, que mamá siempre tenía a mano.
El golpazo en la espalda que me quitó la respiración, cuando jugaba a ser la mona de Tarzán. 
La sensación de miedo al pisar los charcos en época de inundaciones, cuando levantábamos con un pala alguna yarará. 
El agua tibia estancada en la zanja donde buscábamos los huevitos rosados de los sapos, prendidos a los juncos.
El olor picante de la fábrica de quesos que se impregnaba en la nariz.
El cacareo de las gallinas cada vez que ponían un huevo y corríamos a buscarlos y lo sacábamos caliente, sin  que nos picotee.
El primoroso jardín de la vecina y el enorme ramo de rosas, violetas y azucenas, que le regalaba a mamá.
El aire fresco y los pelos al viento durante la carrera de bicicletas.
La sangre de las manos y las espinas de rosas, como castigo por robar flores.
El croar de las ranas y los bichos de luz iluminando la laguna.
El lomo sudoroso de la burra Catalina que nos llevaba a pasear por el pueblo.
El olor de la fritanga de tortas fritas, que salía por las ventanas de las vecinas en las tardes lluviosas de mates y chismes. 
El gusto de la sangre que se chupa para calmar el dolor por el corte en la nariz, luego de una caía desde la bicicleta.
La tristeza inmensa al ver a mi gato aplastado en medio de la calle.
La repugnancia y la risa cuando el "Veneno" nos metía por la espalda los sapos fríos, camino a la escuela en los días de lluvia. 
El olor penetrante en el bosque de eucaliptus, cuando jugábamos a las escondidas.
El sonido del viento en el maizal, cuando íbamos a robar choclos en el verano candente. 
La mano protectora de papá, cuando me llevaba a la cancha y me sentía tan pequeñita en ese mundo de hombres fuertes.
La suavidad del lomo de la oveja negra que pastaba en el campito.
El roce sedoso del vestido de comunión, cuando la monja me mandó atrás de la fila, por insolente.
El olor a cloro, ¡a sus marcas, listo, ya! en las competencias de natación.
La frescura de la sombra del busto de Sarmiento, cuando me escondía para no entrar a la clase de Religión.
El jugoso sabor de los duraznos a la hora de la siesta.
El olor del pasto aplastado cuando buscábamos un trébol de cuatro hojas, el de la suerte. 
La polvareda que armaba cuando barría la vereda con frenesí, mientras espiaba a los chicos jugando al futbol en el potrero de enfrente.
El colorido disfraz de las chicas, los tacones, las pelucas, las carteras, cuando jugábamos a ser señoritas o cantantes.
La persecución de las mariposas amarillas en el campo de margaritas.
El crujido de la higuera en medio de la tormenta, cuando el papero derrumbó la casita del árbol.
El gusto de la ligustrina que masticábamos para disimular el olor a cigarrillo compartido en el baño de la escuela.
El ardor de la cachetada cuando me escapé a bailar, en el día del velatorio de la abuela.
El recuerdo del primer beso en el picnic de la primavera.
El placer de estudiar todo aquello que más me gustaba.
Las manchas en el papel. Las lágrimas diluían las letras azules en la carta de despedida, antes de escaparme al sur.
La emoción de tener en los brazos a mi primera hija, igual que cuando nació mi segunda hija, lejos de mamá.
El orgullo de tener una familia valiente, y el dolor por las pérdidas.

-Sr. Roberto... hicimos lo que pudimos. El Alzheimer no perdona. Ella acaba de morir.
Seguro que en su ensimismamiento de mirada perdida, estaba recordando los tiempos felices- pensaba su hermano, alejándose para esconder la tristeza. 

Avalancha

Hay una rara luminosidad por la venta.
No es plenilunio,
es una nada blanca
que se esparce parsimoniosamente.
Un extraño silencio me despierta,
aminora el tic-tac del reloj
y me desvelo.
Un deslumbramiento
que me corta la monotonía,
se posa en el dintel de la mirada.
Una tabla rasa.
Una enorme somnolencia.
Una blanca palidez,
me deja absorta.
Los párpados se apelmazan,
se aletargan,
se acurrucan,
se arrullan.
Es la nieve virgen que me recibe
en la colcha fría.
No detiene la agonía
y me lleva
y me engulle
en el vientre glotón de la montaña. 

domingo, 5 de agosto de 2018

Serendipia

Un jolgorio de palabras equilibrista                         "Sin darme tiempo a protestar, el animal nuevo va
está ocultando un candomblé                                  poniéndole nombre a cuanto se alza ante nosotros"
de honda melancolía.                                                                          De "El diario de Adán y Eva" de
Hallazgo inesperado de sorpresas                                                         Mark Twain.
en el cofre añejo de las fotos.
Sortilegio de hechizos encantados
bailan en el ritual del recreo.
Alboroto de trinos bulliciosos.
Enjambre de mieles musicales.
Melodía de flauta dulce.
Carcajadas en el parque.
Diabluras inocentes.
Y tu risa, tu jacarandosa risa
de contagiosa alegría.

domingo, 29 de julio de 2018

Luna escarlata


Luna escarlata
El invierno trae aromas de nostalgia, el gris de la calle, la bruma del mar y la melancolía de las canciones de Zitarrosa se oyen por allí.
Los montevideanos caminan con parsimonia con el termo debajo de un brazo y el mate eterno, como si formaran parte de sus cuerpos. Son una postal del país. Y yo voy admirándolos con mis ganas argentinas de matear, pero no me animo; ellos sonríen con la franqueza de los que dicen “que lo pasen bien”.
Luego, para hacer contactos, más que por curiosidad pido indicaciones para llegar a la Ciudad Vieja.
-Toman por 18 de julio hasta Plaza de la Independencia y ahí verán la puerta de la ciudadela, ¿Ta?
-¡Ta! –les contesto para indicar que he comprendido.
La tarde va oscureciendo cada vez más y desde un zaguán se oye una milonga. Más allá, percibo que alguien canta “Cambalache”, mientras se ducha, pienso. El tango rioplatense une a los dos países, como el gran río marrón. “El mundo fue y será una porquería, ya lo sé, en el 510 y en el 2000 también…”
El mausoleo de Artigas, solemne y luminoso, contrasta con la hidalguía de la estatua ecuestre. El viento arrecia y hace flamear las banderas por donde mires.
-Si van por 18 de julio, no se olviden de probar los chivitos –Dicen y entonces imaginamos que se trata de un cabrito al asador.
Dejamos atrás el Palacio Salvo e ingresamos a la ciudad Vieja. La melancolía se hace más gris, cuando unas gotas insistentes comienzan a mojar a los transeúntes. Una capilla con olor a humedad y paredes descascaradas agregan más tristeza, como si los santos rogaran por el angelito culón que se escapó por campanario.
-¡Paraguas, paraguas!
Al salir, se desploma el cielo, como para lavar las penas o para indultar a los culpables. Buscamos reparo pero sólo encontramos indigentes acostados en los portales cubiertos con plástico negro, que duermen.
A esta altura ya estamos empapados. En el Mercado de los artesanos nos reponemos un poco. Camino al puerto, no importa ya la lluvia. El semáforo no corta más. Pateamos botellas, plásticos volantes y diarios mojados. Asoman por las ventanas o desde sórdidos rincones, las mujeres que se ofrecen a los marineros del barco ruso que acaba de atracar. La lluvia no ha borrado todavía el grotesco pintarrajeo.
-Son $500, ¿ta?
-¡Yeah! – ingresa uno al burdel, y luego otro, y otro.
Por la calle Piedras, tratamos de esquivar los charcos. Una luna de sangre asoma entre los nubarrones. ¿Será un mal augurio? ¿O será el eclipse? Una ambulancia llega ululando. Por curiosos, nos quedamos atónitos al ver que sacan en una camilla a la mujer de vestido verde loro manchado de sangre.
Un artista callejero, perturbado, corre con su guitarra emparchada groseramente con cinta ancha.
-¡Filha da puta! –grita.
Nos vamos. Nos cansamos de callejear.  Sordidez y peligro. Ya se nos fueron las ganas de probar el chivito. La lluvia azota cruelmente y borbotea en los charcos.
Esa noche soñé que encontraron una bolsa marinera manchada de sangre, repleta de corazones heridos, canciones, besos de fantasía, un listado de ternura, palabras dulces, como si fuera un catálogo de expresiones para enamorar y un poema inconcluso “Otro invierno que llega… Las hojas danzan y yo caigo en la cuenta que ya no volverás”.

Clases de fantasía

-¿Qué van a ser cuando sean grandes, niños?
-Yo quiero manejar un Titanic.
-Se llaman transoceánicos.
-¿Y vos, Alelí,?
-Yo, manejar un unicornio.
-No existen los unicornios.
-¡Sí, existen, Zamba! Y tienen un cuerno grande, y alas...
-¡Ja! Y ¿dónde viven?
-En el bosque, y cuando quiero, lo hago volar.
-Y yo, cuando quiero voy con el barco a jugar con los manatíes.

                                                                                    (Fragmento de conversación, 4 y 6 años)