domingo, 29 de julio de 2018

Luna escarlata


Luna escarlata
El invierno trae aromas de nostalgia, el gris de la calle, la bruma del mar y la melancolía de las canciones de Zitarrosa se oyen por allí.
Los montevideanos caminan con parsimonia con el termo debajo de un brazo y el mate eterno, como si formaran parte de sus cuerpos. Son una postal del país. Y yo voy admirándolos con mis ganas argentinas de matear, pero no me animo; ellos sonríen con la franqueza de los que dicen “que lo pasen bien”.
Luego, para hacer contactos, más que por curiosidad pido indicaciones para llegar a la Ciudad Vieja.
-Toman por 18 de julio hasta Plaza de la Independencia y ahí verán la puerta de la ciudadela, ¿Ta?
-¡Ta! –les contesto para indicar que he comprendido.
La tarde va oscureciendo cada vez más y desde un zaguán se oye una milonga. Más allá, percibo que alguien canta “Cambalache”, mientras se ducha, pienso. El tango rioplatense une a los dos países, como el gran río marrón. “El mundo fue y será una porquería, ya lo sé, en el 510 y en el 2000 también…”
El mausoleo de Artigas, solemne y luminoso, contrasta con la hidalguía de la estatua ecuestre. El viento arrecia y hace flamear las banderas por donde mires.
-Si van por 18 de julio, no se olviden de probar los chivitos –Dicen y entonces imaginamos que se trata de un cabrito al asador.
Dejamos atrás el Palacio Salvo e ingresamos a la ciudad Vieja. La melancolía se hace más gris, cuando unas gotas insistentes comienzan a mojar a los transeúntes. Una capilla con olor a humedad y paredes descascaradas agregan más tristeza, como si los santos rogaran por el angelito culón que se escapó por campanario.
-¡Paraguas, paraguas!
Al salir, se desploma el cielo, como para lavar las penas o para indultar a los culpables. Buscamos reparo pero sólo encontramos indigentes acostados en los portales cubiertos con plástico negro, que duermen.
A esta altura ya estamos empapados. En el Mercado de los artesanos nos reponemos un poco. Camino al puerto, no importa ya la lluvia. El semáforo no corta más. Pateamos botellas, plásticos volantes y diarios mojados. Asoman por las ventanas o desde sórdidos rincones, las mujeres que se ofrecen a los marineros del barco ruso que acaba de atracar. La lluvia no ha borrado todavía el grotesco pintarrajeo.
-Son $500, ¿ta?
-¡Yeah! – ingresa uno al burdel, y luego otro, y otro.
Por la calle Piedras, tratamos de esquivar los charcos. Una luna de sangre asoma entre los nubarrones. ¿Será un mal augurio? ¿O será el eclipse? Una ambulancia llega ululando. Por curiosos, nos quedamos atónitos al ver que sacan en una camilla a la mujer de vestido verde loro manchado de sangre.
Un artista callejero, perturbado, corre con su guitarra emparchada groseramente con cinta ancha.
-¡Filha da puta! –grita.
Nos vamos. Nos cansamos de callejear.  Sordidez y peligro. Ya se nos fueron las ganas de probar el chivito. La lluvia azota cruelmente y borbotea en los charcos.
Esa noche soñé que encontraron una bolsa marinera manchada de sangre, repleta de corazones heridos, canciones, besos de fantasía, un listado de ternura, palabras dulces, como si fuera un catálogo de expresiones para enamorar y un poema inconcluso “Otro invierno que llega… Las hojas danzan y yo caigo en la cuenta que ya no volverás”.

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