sábado, 1 de septiembre de 2018

Como una lluvia tierna, los recuerdos

El perfume de las corolas de paraíso, trepada al árbol, cuando enhebraba los pistilos y me fabricaba un collar precioso.
El gusto dulce de las flores de mburucuyá, o el de la teta de la vecina, cuando amamantaba a su bebé, y yo, de parada, chupaba la otra teta de Irma.
Los rasguños y raspones en las rodillas, que me aliviaba con algodón embebido en té de malva, que mamá siempre tenía a mano.
El golpazo en la espalda que me quitó la respiración, cuando jugaba a ser la mona de Tarzán. 
La sensación de miedo al pisar los charcos en época de inundaciones, cuando levantábamos con un pala alguna yarará. 
El agua tibia estancada en la zanja donde buscábamos los huevitos rosados de los sapos, prendidos a los juncos.
El olor picante de la fábrica de quesos que se impregnaba en la nariz.
El cacareo de las gallinas cada vez que ponían un huevo y corríamos a buscarlos y lo sacábamos caliente, sin  que nos picotee.
El primoroso jardín de la vecina y el enorme ramo de rosas, violetas y azucenas, que le regalaba a mamá.
El aire fresco y los pelos al viento durante la carrera de bicicletas.
La sangre de las manos y las espinas de rosas, como castigo por robar flores.
El croar de las ranas y los bichos de luz iluminando la laguna.
El lomo sudoroso de la burra Catalina que nos llevaba a pasear por el pueblo.
El olor de la fritanga de tortas fritas, que salía por las ventanas de las vecinas en las tardes lluviosas de mates y chismes. 
El gusto de la sangre que se chupa para calmar el dolor por el corte en la nariz, luego de una caía desde la bicicleta.
La tristeza inmensa al ver a mi gato aplastado en medio de la calle.
La repugnancia y la risa cuando el "Veneno" nos metía por la espalda los sapos fríos, camino a la escuela en los días de lluvia. 
El olor penetrante en el bosque de eucaliptus, cuando jugábamos a las escondidas.
El sonido del viento en el maizal, cuando íbamos a robar choclos en el verano candente. 
La mano protectora de papá, cuando me llevaba a la cancha y me sentía tan pequeñita en ese mundo de hombres fuertes.
La suavidad del lomo de la oveja negra que pastaba en el campito.
El roce sedoso del vestido de comunión, cuando la monja me mandó atrás de la fila, por insolente.
El olor a cloro, ¡a sus marcas, listo, ya! en las competencias de natación.
La frescura de la sombra del busto de Sarmiento, cuando me escondía para no entrar a la clase de Religión.
El jugoso sabor de los duraznos a la hora de la siesta.
El olor del pasto aplastado cuando buscábamos un trébol de cuatro hojas, el de la suerte. 
La polvareda que armaba cuando barría la vereda con frenesí, mientras espiaba a los chicos jugando al futbol en el potrero de enfrente.
El colorido disfraz de las chicas, los tacones, las pelucas, las carteras, cuando jugábamos a ser señoritas o cantantes.
La persecución de las mariposas amarillas en el campo de margaritas.
El crujido de la higuera en medio de la tormenta, cuando el papero derrumbó la casita del árbol.
El gusto de la ligustrina que masticábamos para disimular el olor a cigarrillo compartido en el baño de la escuela.
El ardor de la cachetada cuando me escapé a bailar, en el día del velatorio de la abuela.
El recuerdo del primer beso en el picnic de la primavera.
El placer de estudiar todo aquello que más me gustaba.
Las manchas en el papel. Las lágrimas diluían las letras azules en la carta de despedida, antes de escaparme al sur.
La emoción de tener en los brazos a mi primera hija, igual que cuando nació mi segunda hija, lejos de mamá.
El orgullo de tener una familia valiente, y el dolor por las pérdidas.

-Sr. Roberto... hicimos lo que pudimos. El Alzheimer no perdona. Ella acaba de morir.
Seguro que en su ensimismamiento de mirada perdida, estaba recordando los tiempos felices- pensaba su hermano, alejándose para esconder la tristeza. 

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