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sábado, 29 de septiembre de 2012

Sin alusiones personales

Tal vez imaginas un pozo tétrico y hondo de aguas negras, de ladrillos resbalosos, con musgo palpitante. Es un lugar que te oprime las costillas y te sofoca la garganta. El grito no sale, porque ya es un hábito obsoleto y anacrónico; ya nadie escucha, ni osa intentar un pedido de ayuda. De tanto sufrir, el ahogo te empuja hacia los rincones más oscuros del hospicio, donde ahora habitas, con la mirada absorta y retienes y tragas toda la arena del desierto, hasta el último gramo.
O quizás seas aquel juez que conocí, quien de niño se escondía en el sótana, o en el hueco de la escalera para sacarse los mocos, sin que lo vean. Y se sumía en el más ominoso silencio de humedad y del llanto de ausencias, mientras la carcoma devoraba la madera con fruición y avaricia.
No tienes nombre. Puedes ser hombre, mujer, niño, anciano, y puedes ser cualquiera de nosotros, acaso yo misma.
Por enésima vez soñaste con la persistencia de lo recurrente; esta vez las interrupciones, los vaivenes y las imágenes aumentaban su volumen y te sentías ¡tan pequeño!, como si un monstruo gigante estuviera por aplastarte.
Veías al minero. Él no subió a la superficie, como todos los días, esa atmósfera reseca, caliza y salobre. Era el último turno para acabar la jornada. Aunque el sudor y el cansancio ya lo cegaban, él seguía paciente con fárrago de su piqueta y su martillo, para extraer de las entrañas de la tierra, esa veta de cristales de roca que fulguraba en los socavones.
Se detuvo para desentumecer los músculos y para secarse la cara y el cuello. Fue en ese momento, cuando escuchó el estruendo allá arriba. No tuvo tiempo de colocarse bajo el soportal de la galería. Todo fue polvareda y piedras derrumbadas, hasta tapar la salida.
Entonces, la dimensión de tu sueño y el ruidazal se agigantó, como para que tu memoria fije estas imágenes y así puedas recuperarlas cuando despiertes.