martes, 16 de enero de 2024

La forma de la culpa

 Se oye en la sala una ópera de Wagner. Quizás, por lo misterioso y por lo nebuloso de ese pueblo subterráneo de enanos en busca del tesoro escondido. Ël, Joaquín, no puede ver, así que por defecto, escucha a Vivaldi con sus acordes melodioso, el resurgimiento de la vida.

El bastón verde está apoyado en el respaldo del sillón. La ventana está empañada. ¿Será la lluvia mansa que llora? Sin pánico por lo desconocido, la música le concede un tiempo de paz y sosiego, aunque el ambiente es sombrío a sus espaldas.

En vez de ver sombras sigilosas que se desplazan tras el jarrón de flores marchitas, él ve el rebrote de la primavera bajo el sol. El que llega no es más que un amigo de la infancia, con quien había vivido experiencias cotidianas de niños traviesos. Escapar en bicicleta hacia el río, ring-rajo para enloquecer a las vecinas, robar paltas desde la medianera, comer damascos dulcísimos sin pagar, en la verdulería de la esquina... Fueron picardías que se transformaron en malignas aventuras, cuando se incorporó Julio en el despertar de la adolescencia. Los tres, Pedro, Joaquín y Julio, viviendo en gerundios, enlazando el ayer al hoy de la vigilia y el sueño.

Ahora, una luz negra asoma entre los vibrantes colores, tras el jarrón.

-¿Qué, no ves? -Una voz interrumpió ese estado de éxtasis. Otra vez los acordes wagnerianos lo retrotraen al pasado compartido. Espiar desde el ojo de la cerradura y ver cómo el amigo subyugó a su hermana Celia y la sometió. Callar y guardar ese secreto, sin recriminar, cuando asistió a su casamiento con Julio.

Es tiempo de tristezas; la verdad enmudecida puede ridiculizar mentiras, quitar máscaras y develar rostros y monstruos dormidos. Lo sabe. Calló también cuando no vio, pero escuchó el llanto de su hermana humillada y cerró la boca, cuando la justicia dictaminó la prohibición de acercarse a la casa, aunque Julio volvió con su tobillera electrónica por más violencia.

-Sí, Julio, reconozco tu voz. -Interrumpe su fascinación al descubrir otra sombra, o más bien, un  destello que pasa con sigilo y sin darse a conocer.

Una o varias pinturas superpuestas en la casa, no podrán borrar los recuerdos de la niñez, y otros más cercanos. Habían marcado con aerosol el paredón del vecino de enfrente, el que los vigilaba día y noche, desde la mirilla.

Otra vez, niebla y misterio se instalan en la mente de Joaquín, estático. Desde ese día, él quedó imposibilitado de ver con claridad, cuando recibió un chorro de aguarrás en la cara. Los otros escaparon y después se burlaron. El rictus de su cara, desde entonces, denotaba los esfuerzos para entender, para atrapar una luz o una sombra. ¿De qué color será? ¿A qué huele? ¿Qué sonidos tiene? ¿Es áspero o es suave? ¿Tiene olor metálico? ¿Por qué?

Él no puede discernir razones. ¿Quién de los tres es más ciego?

Vuelven los acordes de Vivaldi. Visualiza la obra de Boticcelli, que tanto había admirado cuando estudiaba Bellas Artes. Sus amigos se habían inclinado, uno por la ingeniería, el otro por la publicidad. Julio se dedicó a la Mecánica (se maravillava al ver el ornicóptero de Da Vinci) y Pedro se acercó a la creatividad gráfica, y por qué no, a expresar sus sueños, que parecían inalcanzables por aquellos tiempos. Sin embargo, se desconcentra ahora cuando quiere comprender qué pasó en la vida adulta de los tres.

La sombra que brilla se desplaza hacia atrás. Perversión. Espanto. Malignidad. Cobardía. El tiempo se ha detenido en macabro silencio. Un puñal le atraviesa la espalda y súbitamente el filo le perfora el corazón. Así, su último pensamiento voló. El participio es tiempo pasado de perfidia. La pizarra de la noche deja sus ojos abiertos, acusadores, y su rostro advierte toda la traición. 

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