viernes, 11 de julio de 2014

Kalimara

Con el paso de los días supe que él necesitaba esa paz para curar el dolor por esa pérdida. La pérdida imprevista de Analía y de su amor, tan apasionado, tan sincero, tan delicioso.
Al momento, él está tumbado desnudo sobre la arena blanquísima y obserba un cielo azul intenso, donde no se vislumbra ni una pizca de nubes. Es el ciel de las islas del Mar Jónico; tan lejos se encuentra de esas horribles historias pasadas. Lejos en el tiempo, distantes del lugar donde acaecieron los hechos.
Las aves acuáticas sobrevuelan la bahía graznando al avistar los peces y sólo se oye el lánguido eco de un sinnúmero de piedrecillas meciéndose con las olas. En esa quietud él puede rememorar los sucesos que lo habían devastado.
La discusión acalorada, un portazo seco, el ruido del motor del coche derrapando en la salida y... Vienen imágenes de la pesadilla que días antes él había sufrido, aunque el protagonista fuera él. Ve sus ojos inflamados (¿de soberbia?), cruzados por un delta de riachos rojos de sangre; se palpa los párpados y no ve (¿es la ceguera para comprender?).
Otro fogonazo le hace relacionar la discusión con Analía. Tal vez estaba enceguecido de rabia y de altanería; no supo ver los argumentos, no supo escuchar las razones, no quiso perdonar. En el sueño sí pudo tocar el volante que giraba en falso, y accionar los frenos que no respondieron.
-Ha volado, literalmente, en la curva y cayó aquí en el barranco -le dijeron. El barranco de las geodas, de la eternidad y de la muerte, pensó. Imaginó el estupor de las vacas que, pastando en simple armonía, vieron la explosión.
En su pesadilla, tal vez, una premonición, él cae al vacío y se incendia. Se despierta bañado en transpiración, agradeciendo a la vida, porque sólo se trataba de un mal sueño, aunque todavía sigan vivas las imágenes del coche calcinado y el cuerpo de ella, que no ha sobrevivido.
Ahora sólo siente una soledad profunda, indescriptible. El sitio donde se encuentra ha perdido definitivamente los colores; sentado en una roca plana mira el mar, allá abajo. 
Como para refrescar su cuerpo de tanta quemazón, de tanto dolor, ve que en la playa no hay un alma siquiera, y, desnudo, se interna en las aguas transparentes. Cuanto más camina,  las piedras se ven claramente. Luego, un submundo de colores le devuelve, apenas, una tibia alegría. Peces, algas, corales y piedras, brillan al sol que atraviesa las aguas de un mar esmeralda, en la orilla, turquesa, más allá de las rocas, y azul profundo en la lejanía.
Sumergirse así le hace sentir una sensación extraña. Él quería rescatar la historia personal, paso a paso, y los mitos, así como se buscan los restos de un naufragio. No ve a Poseidón, ni a Hefestos, el dios del fuego y del metal. Metales retorcidos por el fuego y la destrucción. no ve eso en las tranquilas aguas donde nada con lentitud. ¿Destrucción del amor? ¿Había sido él el causante?
De regreso, a medida que asciende, el sol del mediodía y el calor aumentan. En la cima, el sendero es polvoriento y reseco. Cuando sopla una suave ráfaga, como un suspiro del cielo, un polvo blanco se esparce y danza por el aire. Cada tanto, se cruza con algún aldeano que va guiando un burro
-¡Kalimara! -lo saludan en voz alta y él devuelve el mismo saludo, porque supone que sería un saludo de bienvenida, de buen día, de salud. ¡Tanto de ello estaba necesitando!
Los árboles que cubren el monte son achaparrados con formas retorcidas, casi caprichosas. Un croar de ranas se alza por la laguna cercana. Cabras y ovejas deambulan, ramoneando, por las laderas rocosas.
El azul del cielo va, minuto a minuto, ganando profundidad; una gran luna esférica asciende sobre el mar y una multitud de estrellas perforan el cielo. El viento ascendente mece con suavidad los matorrales.
Siente el tiempo deslizarse en silencio, cuando la noche avanza. Continúa esa rara sensación que se enseñorea en la quietud. Es un lugar demasiado tranquilo para estar solo, piensa, mientras da cuenta del último trago de su botella de ouzo.
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