viernes, 17 de mayo de 2013

Según el humor, así se ven las cosas.

Cada ciudad, cada pueblo tiene sus secretos escondidos y los signos que la contienen. Es posible imaginar, entonces, su pasado, que no está dicho expresamente, porque cada segmento y según lo ilumine el sol o lo resguarden las sombras, tiene rastros, como arañazos, muescas, incisiones, protuberancias, hendiduras y paréntesis de lapsos sin historia.
Desde la sierra de Francia el joven se detiene para observar las sierras lejanas, apenas nevadas. Bajando por un sendero de robles, siente ya el aroma del bosque y los olores que le son familiares. Su pueblo y las casas rústicas del Mogarraz natal. Distingue la ermita y ya se acerca.Ve los retratos de sus vecinos, el de Eusebio Valdivieso y su señora Hortensia; enfrente, el rostro entrañable del anciano que ya no está, Don Carmelo Suárez y sus hijos Bernarda y Jacinto. Recuerda cuando el pintor Maillo decidió imprimir en las fachadas los rostros de sus moradores... Ya quiere abrazar a su padre, mientras el corazón late con palpitaciones aceleradas por la emoción y el esfuerzo. Al doblar la callejuela de la Cancilla, se recrea con los retratos de Fermina, su madre, y de su padre; junto al portal se reconoce entre el retrato de sus seis hermanos, y llora.
-¿Cómo ha sido ese peregrinar, hijo? -El padre ciego está ávido de ver en los vericuetos de su mente las imágenes de todo aquello que su retoño mozo ha visto.
-Es tanto lo que llevo grabado en la retina, que me esforzaré por complacerlo. -Deja sus botas cansadas, apoya el bastón de pregrino y cuelga su sombrero; luego descansa sus pies adoloridos en el agua fría de la alberca. Despeja el sudor de su frente, de igual forma, como para ordenar las ideas, los recuerdos, las visiones -Son maravillosas las estampas que he visto... majestuosas catedrales conviven en amable empatía con fuentes de aguas saltarinas, que le dan sosiego al viajero; como yo, no puede dejar de ver e imaginar las historias que contiene ese muro de piedra secular, esa escalera que conduce no se sabe a qué recóndito hogar, los senderos de antaño...
-Explícate más, hijo, que no logro ver lo que cuentas. Quiero percibir con todos los sentidos, como se descubren las líneas de la mano. Tocar mi mano y palpar la aspereza de los muros, su densidad y al tacto, el frior de sus paredes, para fantasear con la familia que habita en los hogares.
-Todo depende del cristal con que mires las cosas, y las personas, y aún más, depende del humor de quien observa. Debes suponer que, si pasas mirando sin ver, te pierdes los detalles. Por ejemplo, pasas silbando con la nariz levantada hacia el horizonte allá lejos, y puedes ver el río, una estatua, una torre, cuyas agujas pinchan el cielo azul, y conocer así el espacio cercano. Así vi casas humildes de tejados rojos, cubiertos de musgo y cuarteados por el tiempo y los siglos; vi a las cabras ramonear entre las encinas; vi a los cerdos deambular para comer bellotas; vi vacas rojas y blancas de cuernos encorvados abrevar en los estanques de aguas claras y flores blanquísimas; vi un toro bravo de lidia resoplar debajo de un roble frondoso de la dehesa. También vi alféizares de madera tallada, frontispicios de oro y taraceas, un reloj de cobre, una torre en incontables campanarios y vi a un menesteroso en la ribera del río Tormes, "una limosnita, por favor", y a su perro flaco, la estatua de un caballero, un ermitaño que bajó a la ciudad, una torre de cristal...
-Pues, Pepín, alcanzo a ver lo que describes.. ¿Pero cómo te has sentido?
-Si sigues mirando los tejados, los aleros, hacia arriba, puedes admirar una cigüeña empollando en el nido de un campanario que ya no resuena, y un hilito de agua que baja hasta la acera y te refresca, y tras las cortinas que se mecen con  la brisa, no la ves, pero sabes que detrás, una muchacha casadera te observa y se ilusiona con el forastero caminador.
-Y te cansas...
-Sí, pero al final del día te quedas pletórico de dicha y con tortícolis. Recibirás el próximo día con alegría para iniciar la marcha nuevamente.
-¿Qué sucede si caminas con el mentón apoyado en tu pecho, mirando hacia abajo?
-Pues entonces, sólo ves adoquines, pies que circulan apresurados, zapatos que llevan todo el polvo de los caminos y alforjas cargadas en una mula de pezuñas romas, y las sandalias rotas de los mendigos. Pero no ves los rostros de los caminantes y vas con las uñas clavadas en las palmas y tu mirada quedará atrapada a ras del suelo, o en el agua que corre al borde de la calzada y las alcantarillas de aguas pestilentes, los espinazos de pescado, los trapos sucios...
-Imagino, hijo, que te quedas atrapado en la inmundicia.
-Pues sí, y es así como, si levantas la vista, verás en los alrededores de la aldehuela, el reverso del esplendor inicial. No más estatuas de bronce de todos los dioses, de todos los clérigos, de todos los poetas, ni un gallo de la veleta recubierto de oro, no más cúpulas de plata, ni un teatro de cristal, ni el rumor del arpa de la brisa en el follaje de un robledal. Sólo verás las vigas podridas en los soportales, una gran extensión de chapas oxidadas, sillones desconchados entre montones de latas y caños negros de hollín y sobre los techos de las casuchas, habrá ruedas de bicicletas o neumáticos de coches abandonados, que únicamente sirven para sostener en su lugar las techumbres, para que no las siga destartalando el viento. Y verás viejas desdentadas que juegan con el futuro de los transeúntes inocentes y doncellas lisonjeras y avejentadas, y chavales a los que basta con verles los rostros cejijuntos, para deducir su ignorancia y su falta de fe.
-¿Cómo terminas un día cuando ves todo con ese humor tan negro?
-Te ves inmerso en el sopor de la indiferencia, no consigues la paz interior que mi difunta madre me daba, y sigues más enfurruñado que antes.
-Tu madre te aconsejaba que seas capaz de descubrir la belleza de las cosas y de las gentes. Siempre te aconsejó eso, a ti y a tus hermanos.

Ahora el padre en su camastro, y el hijo en su litera, sueñan. El anciano, con lugares transparentes como las sedas de los baldaquinos, con ciudades caladas como el encaje de los vestidos de las mozas, con filigranas de ricas joyas y con el medallón charro que llevaba en el cuello su esposa fiel y pastora. El joven, con zumo de mosto, con una bocata de queso de cabra y jamón serrano, con una empanadilla de atún, y se relame. Palpa con manos febriles la piel tersa de la morenita que le dio su amor debajo del huerto de Calixto y Melibea, justo en la cueva de la Salamanca... Ambos entran en un sopor profundo, y descansan.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Me gustaría conocer sus opiniones, percepciones y comentarios de las páginas de mi blog.