martes, 2 de abril de 2013

Internado de señoritas

Después del rezo en la capilla, y luego de la cena, cuando las sombras empiezan a adueñarse de los ventanucos, y antes de que la luna se deje ver, detrás de los naranjos, las internas van a sus dormitorios. Hay un perturbador aroma de azahares.
"Pedi fuora", dice la madre superiora y con una varita exige que guarden las piernas debajo de las sábanas y frazadas de griseta. Una vez hecho el recorrido, se retira satisfecha... no vaya a ser que tenga que atarle las manos a alguna de estas niñas, a los costados de la cama, como a la pupila de Formosa. Una cuerda ata ambas muñecas y las sujeta en los resortes de hierro. Esa chica tenía siempre calor, porque allá en su pueblo hace un calor insoportable y nunca sentía el frío gélido de los dormitorios.
Entre susurros, dos internas se dan cita por la mañana en la capilla, para agradecer el nacimiento del nuevo día. Semblantes entregados a la luz que irradian los vitraux. Miradas encendidas, fijas en un punto del altar, como en gozo contemplativo. Labios que se mueven en una plegaria. Manos entrelazadas y gesto de fervor religioso. Ellas aprendieron a disimular y se cuentan lo que no pueden decir entre tareas, estudios y oraciones. Es probable que tras los cortinados de terciopelo negro, las esté mirando el padre Ignacio, o uno de sus monaguillos. Por eso, hay que ser cuidadosas.
-Mañana habrá caminata por el pueblo. Otra vez, como todos los domingos, irán adelante la madre superiora y dos monjitas; en el medio, cuidando a las pupilas, la hermana Hortensia, y al final de la fila, de esa procesión tan peculiar, las dos practicantes que recién estrenaron sus hábitos.
-Me dijo mi tía que al final lo echaron al cura de la iglesia. Dos pupilas están embarazadas... y no se sábe qué pasó. Ahora parece que lo enviaron al Paraguay, para hacer la penitencia.
-Veremos quién será el nuevo párroco. A mí me mandaron obligada acá, porque descubrieron que me escapaba a la hora de la siesta y me encontraba con mi novio. Ibamos al hueco de la barranca, allá donde el río carcome las raíces de las ceibas y se agarran fuerte a la tierra. Nosotros también nos agarrábamos muy fuerte. Cuidado, que anda el "Pombero", que hace desaparecer a las doncellas, me decía mi mamá. Pero una vez vino mi papá y me sacó de la cueva a puro cinto del lado de la hebilla y me dejó marcadas las nalgas, para que no me olvide del pecado.
 -¡Cuidado, que viene la monjita nueva. ¡Rezá!
En la penumbra estéril, el silencio es más intenso. Debajo de su camastro canta un grillo. Pensar nunca puede escucharse, así que piensa y da rienda suelta a sus pensamientos. Imágenes pecaminosas, pero eso no lo va a confesar. Es pecado recordar, por ejemplo, al primo que fue a visitarlos un verano. La había llevado detrás de la parva de heno y le había dicho que sabía hacer magia...Ve el corazón que va poniéndose negro, como el alma, cuando la señora de la Catequesis iba marcando cada pecado hasta ennegrecer el alma... Le sacó la bombachita y le acarició los pelitos que estaban tiesos de miedo... el alma se ponía negra... con sus pases mágicos iba a hacer aparecer un botoncito rosado entre los pelitos... Alma negra... Pelitos quietos. Hay que humedecer, decía, hasta que de tanto acariciar, asomó su cabecita el botoncito del amor, como el primo le decía... Desde esa vez nunca más me hicieron esa magia. Mejor saco mis manos de ahí abajo, porque me las van a atar hasta el amanecer, cuando suene la campana de la oración.
Ya ha pasado la requisa noctura, entonces las pupilas que duermen al lado de la escalera que da al sótano y la despensa, salen de sus camas y van a conversar entre los estantes de frascos de conserva de hortalizas, mermeladas y charquis colgando de la fiambrera. El frío les da escalofríos, y los pepinos en escabeche las miran y la conversación les devuelve un porquito de calor.
-Me contó una compañera que viene solamente a las clases del colegio, que en el pueblo todos se ríen de nosotras. Dicen que somos las puritanas.
-Sí, y me dijeron que las que van al colegio mixto, el Comercial, hasta tienen clases de educación sexual y hay unos chicos tan lindos...
-El sábado será la fiesta del pueblo y va a haber baile en el Salón Cosmopolita.
La conversación queda trunca porque de golpe se encendieron las luces del dormitorio y la madre superiora las está casi arreando.
-A pelar papas y zanahorias, limpiar espinacas y acelgas, y hervir huevos, que la cocinera no viene hoy y hay que preparar torta pascualina.
Las chicas se escabullen sin ser vistas. Todas arrastran sus pantuflas, los camisones largos cerrados hasta el mentón y llevan el sueño a cuestas, hacia la cocina.
Sonidos domésticos, canillas que chorrean, marmitas que hierven, enseres que se entrechocan, utensilios que pelan. Todo alcanza para ocultar los diálogos.
-Tenemos que lograr escapar para ir al baile.
-Dicen que todas las mujeres se sientan en círculo alrededor de mesas para cuatro o cinco, y que los muchachos cabecean a unos metros para invitarlas a bailar. Hay orquesta típica y de ritmos modernos. Siempre hay una madre de alguna de las chicas, que está sentada ahí, vigilándolas.
-O escapamos, o conseguimos que alguna compañera del colegio nos invite a su casa.
 Concluída la tarea, es hora del aseo, del desayuno y la oración en la capilla, todo tan bien cronometrado, que no hay oportunidad para modificar la rutina.
Afuera el sol de la media mañana ilumina la estatua de San José. Las rosas blancas y las violetas despiden un aroma celestial, cuando ella ve que en el cerco de ligustrinas hay un hueco. Es un agujero por donde pasan los perros, pero bien podría servir para hacer la escapada nocturna, piensa.
Su amigo ha podido comprobar que la puerta de la cocina está siempre entornada y la ventana no tiene rejas. Ella ha conseguido una cita con uno de los curitas nuevos de la parroquia, el que la confesó la última semana. Recuerda que le contaron que cuando llegó el nuevo párroco, en el último cajón de su escritorio, justo debajo donde se guarda el misal y el rosario, encontraron unas cuantas bombachas de colores variados y cullotes  de franela gris, tal vez propiedad de las monjitas que iban a visitar al cura expulsado.
Sigue pensando e imagina la secuencia y el escenario. Ella, o quien sea, firme contra la pared de hiedra, detrás de la casa paroquial. Él le levanta el hábito o el jumper de colegiala, le quita la bombachita y se la guarda en el bolsillo de la sotana. Luego, rapidito, el cura les hace ver una imágen de luz brevísima. Se alisan los pliegues de los vestidos y cada uno se va caminando por senderos opuestos, por donde se esconden las lagartijas o por donde los caracoles de tierra van dejando caminitos de baba.
Esa noche a ella no le ataron las manos, porque puso los pies dentro, aunque tuvo que reprimir la risa bajo las sábanas, cuando recordó ese diálogo con su amiguito del pueblo.
-Yo creía que eras atea. Me mentiste.
-¿Por qué te mentí?
-Porque estuviste gritando "Por Dios", ¡Oh, diosito, qué bueno!... cuando me diste la prueba de amor.
Sobreviene el sueño de todas, pero ella sigue pensando que falta poco para asistir al baile, al que irá con su amiga. Adentro, olor a humedad, a velas y a incienso. La puerta de la cocina permanece sin cerrojos, la ventana sin rejas, y el orificio de la ligustrina todavía no ha sido reparado. Afuera, el aroma de los azahares es muy persistente.

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