lunes, 20 de mayo de 2013

Brisas en el Canal Grande

Cada mañana, cuando despunta el sol tras el puente del Rialto, Giuseppe, el gondolero, y  su pequeño Tomassino, recorren los dos puntos que los han de llevar al muelle, donde aparcan su barca de los sueños. Cada mañana lucen sus remeras a rayas azules y su sombrero blanca. Padre e hijo llevan el clásico sombrero chato adornado con la cinta azul. En diferentes días cruzan por distintas callejuelas, cruzan puentes (casi siempre pasan por el puente del canalito de los candados, donde los amantes tantas veces se juraron amor), aunque muchas veces transitan por callejuelas terrestres y zigzagueantes, o alternan por las vías acuáticas. Retículas de calles superpuestas y entrecruzadas en alegre desorden y confusión. Retículas de canaletos que se abren a un ramificado complejo de tortuosas variantes.
Los dos trabajadores transitan por un camino, o por otro, dándose el placer de vivir la ciudad que está despertando. Las señoras se saludan desde un balcón hacia otra ventana.
-¡Buon giorno, signora Magdalena, fa fredo questa mattina!
-Eco, má peró -La joven Antonella cuelga en el tenderete la ropa de cama que flamea y se asolea en la alegre danza de la brisa que viene del Canal Grande.
-Tomemos el atajo de esta galería, padre.
Muy temprano en la mañana ellos son testigos de aventuras que suelen quedar en secreto para sus protagonistas. Hoy ven a un muchacho de cuerpo gentil, que se descuelga desde una alta glorieta hasta un balcón.
-Es el amante de la señora Piacere; su esposo ya ha partido hacia la plazoleta para vender sus productos -piensa Giuseppe - El collar de cristal de Murano que lleva en su cuello, no basta para retenerla.
-Mira, padre, ese gato negro ha roto una mata de albahaca en aquella ventana.
-Sí, persigue a aquella gata de siete colores que sube por el tejado.
En otras ocasiones, suelen ver, por otro itinerario, al ladrón que salta con su botín desde una ventana ojival, hasta la pilastra del canaleto. Así fue como su vecino, Vincenzo, fue a dar a la cárcel. No alcanzó a ver el Puente de los Suspiros. Ya pasan por ahí debajo y oyen.
-¡Eh, Tomassino! ¿Vas a la escuela hoy?
-Sí, a la hora exacta -El niño contesta a su maestra y Giuseppe piensa la manera de decirle a su hijo que ésta será la última excursión, porque ha sido denunciado por trabajo infantil... ¡Pero si no es un trabajo! ¡Es un placer para mi hijo tocar las canzonettas con su acordeón, para entretener a los turistas!
Y llegan a la "riva degli schiavoni" para recoger a los orientales que no conversan, pero disfrutan de la serena belleza del Canal Grande. Él sabe que ellos sienten como que se han escapado de los tiempos; la ciudad despierta sumergida entre las construcciones, se aprisiona entre las recovas y se pierde en un clima de rarísimo misterio, entre las callecitas, los pasadizos, los túneles, hasta volver a encontrar el rumbo.
Comienza la música que desgrana Tomassino. Una mazurca, una polca, un vals, envuelven a los paseantes en una urdimbre de hebras multicolores, que se entretejen como las figuras geométricas de un tapiz. Una olorosa menta despide su aroma desde la grieta de una ménsula o de la pilastra que las aguas azotan. Acaba de pasar un vaporetto repleto de visitantes. El trajín, el gentío y la vocinglería propia de una Babel, ya se ha instalado sobre el Puente del Rialto.
El niño recibe su propina, se coloca el guardapolvo, toma su mochila y se va silbando una canzonetta, rumbo a la escuela.

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