jueves, 28 de marzo de 2013

Una rosa sola

Dos pétalos marchitos de una rosa roja caen en este mismo instante. Dora la había cortado días atrás, con meticulosa precisión, del jardín del vecino en la temprana madrugada, cuando unas gotas de rocío embellecieron aún más su aterciopelado ropaje.
Desde el baúl de los recuerdos, se acordó de aquel medio día, cuando iba al colegio "Nuestra Señora del Rosario". Los varones se cruzaban con ellas en esa esquina, precisamente, cuando salían del colegio. Ellas los miraban desde lejos, y los admiraban, porque eran los del último grado de la escuela primaria. Pantalones cortos a la altura de las rodillas, tiradores negros, camisas blancas que se cerraban con un moño azul, zoquetes blancos y zapatos negros abotinados; en los hombros, indefectiblemente, todos llevaban el saco azul de botones dorados.
Uno de los muchachos, como impulsado por una extraña inercia se acercó a Dorita, de guardapolvo blanco con tablas firmemente almidonadas y moño. Le entregó una rosa roja. Seguramente, robada del primoroso jardín de las monjas. Y le espetó: "Si no te casas conmigo, me hago cura". Ella admiró la audacia por sobre la timidez de sus manos temblorosas, las gotitas de sudor en la frente, apenas cubiertas por los rizos rubios y, aunque la ocasión daba, no la miró con ojos huidizos. La cubrió con una mirada que la captó sólo a ella y a nadie más, hasta hacer desaparecer todo lo que había a su alrededor. Hasta sus compañeras se alejaron un poco, en corro y ahogaron sus ¡oh! de sorpresa, al unísono, tapándose la boca y el rubor cómplice. Dorita tomó la flor.
Nunca antes había percibido esa misma sensación, tan indescriptible, que la hizo avergonzar en secreto. Fue tal la turbación, que no pudo emitir sonido alguno. De todas maneras, aunque hubiese murmurado algo, Jorgito ya estaba corriendo hacia la otra esquina y lo había perdido de vista.
Mira nuevamente la rosa, y otro pétalo descolorido cae sobre el mantel. Había puesto esa rosa roja en el jarrón, días atrás, cuando comenzaba a correr el rumor, como se prende una vela ante el altar. La rosa está ahí sola... Vivir esperando la muerte. Morir esperando la nada... como ella.
Otra vez atisba la pantalla, con la sola compañía de su gato peludo, que ronronea a sus pies, se enrosca impúdicamente en la canasta de ovillos y las agujas de media carpeta tejida al crochet. Una sensación intensa la estremece. La serena belleza de Dora se impone por sobre los pliegues de sus mejillas sonrosadas. Una mujer que, aunque pasaran los años, no puede ocultar a la joven hermosa que había sido.
Otra vez, mirando hacia un punto del ventanal, ve a un picaflor aleteando, como su corazón, que liba el agua azucarada. Reconoció aquella mirada. A pesar de estar amortajada de frío, en su interior sintió el calor que la envolvía: la escena en el portal del colegio, y sonrió. Ni siquiera, mucho después, su prometido le había prodigado una mirada así, cuando le propuso matrimonio, ni cuando hace más de treinta años, ella dio el sí ante el altar. Otros muchachos tampoco, en los escarceos de su juventud, habían sido tan convincentes.
No lo vio más a Jorgito. Nunca más, porque se mudaron a otro barrio, a otros jardines, a otros horizontes. Años después nació su único hijo, que ahora vive en otro país, y su nieta, que no conoce. Cuando quedó viuda, despidió a su esposo con una rosa blanca. Está sola, como esperando la muerte, como esperando la nada.
Recordando, el corazón galopó y dio saltos intermitentes, como un caballo desbocado. Lo vio llegar a la carrera, rojos los cachetes, sudorosa la frente y las manos calientes, cuando apenas la rozó para entregarle la rosa.
Los ojos de la anciana, un tanto miopes ya, otra vez escudriñan la pantalla. Todavía están en los prolegómenos. Ahora piensa. Siempre me he mecido para mantenerme en la otra orilla de la realidad, donde las decisiones fueron tomadas por otros, como cuando descansas en la playa y las olas te lamen tímidamente los pies, mojándote, sin sumergirte, sin lanzarte del todo, y el viento te ha arrastrado hacia la nada, que hoy siento.
Sola, invariablemente sola, esperando la muerte, como morir cada día, esperando la nada.
Otra vez el monitor la distrae de sus cavilaciones y ve.
-¡Habemus papam! -anuncian desde el Vaticano. Y lo reconoce. Es Jorge, más calmo en esa mirada abarcadora, más reflexivo en las sienes y en su calva, más paciente en el gesto, aquel Jorgito que la había perturbado tanto, también ahora la conmueve. Ël decidió brindar todo ese amor, porque de nada sive guardarlo para sí, sin prodigarlo.
-Recen por mí -propone con voz suave y ella reza con el fervor dibujado en su semblante.

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