lunes, 4 de marzo de 2013

¡Ponte guapa, mujer!

Se contrajo en la cama, hasta reducirse a una mota de polvo. O no tanto, más bien como esa mosca negra que revolotea sobre el vaso de leche blanquísima y descremada, que había olvidado sobre la mesita de luz. Se desperezó, estiró las piernas y se alegró sin saber por qué. Brillantes nubecillas se desprenden como escamas de un cielo añil. Está clareando ya. Todavía coquetean, insistentes, las imágens que fueron recorriendo todo el espacio, en esa noche que se le fue atragantando, como si fuera el carozo de unma ciruela un tanto verde.

Una mujer de hilachas indecentes camina con desgano y ve los millones de gnomos juguetones que edifican torres frágiles, pero resplandecientes. Quiere atraparlos para contagiarse también ella de esa alegría, pero sus manos huesudas y artríticas no llegan y el castillo de sus sueños se derrumba. Ya con más decisión, ahora se abre camino por entre una inextricable maraña de ruidos chirriantes y telarañas, como el roce continuo de una tiza sobre un espejo polvoriento. Los reflejos de los coches, las calles, el bochorno citadino, todo parece cortarla en fragmentos regulares, como si anduviera entre virutas gruesas de metal. El sol le gotea en la cara, a través de las alas de su sombrero Panamá, harapiento y sucio. Ella necesita que le haga cosquillas el sol, como si una mano le acariciara la espalda jibosa, o le diera coscorrones en las ondas desgreñadas de su pelo grasiento. El ulular de una sirena que se acerca, la detiene en el borde de la acera.

Sobre el asfalto rebotan las gotas crepitantes que destellan. Una densa cortina de agua avanza hacia los transeúntes. Tapándose con el suplemento dominical abierto sobre su cabeza cana, el hombre corre atropellándose, esquivando piernas mojadas, pantalones salpicados, pies descalzos. Él sólo ve los charcos que debe sortear. Siempre inclinando la cerviz, hacia abajo, como copiando el gesto de su postura habitual, va rumiando las palabras condescendientes, esperanzadoras, pero falsas que, minutos antes, le dijera su editor. Finalmente llega al edificio de ventanas estrechas. Cuando abre, una bocanada de aire caliente lo impulsa hacia atrás y le chamusca el periódico y las pestañas. Un humo negruzco, salpicado de chispas, acompaña el fragor de las hojas que sobrevuelan por toda la biblioteca, desprendiéndose de los libros, de los biblioratos, de las libretas. Como un acuario cenagoso, las volutas de humo ascienden oipalinas, pálidas y azules. Le parece oír a un agente de la Inquisición o a un ignoto dios del fuego, que repite en cada ramalazo de calor: "Despapelizar... despapelizar... despapelizar..." Afuera, la noche es un pozo de sombras en tinta china.

La inmensidad del río está brillante como una daga al fulgor de la luna. Siente el frío y la humedad del amanecer, hasta que al cruzar a la otra vereda, adivina que el sol pronto vencerá a la niebla, que aún persiste, y se queda, pegajosa, en las paredes, en las manos, en las ropas. El aire está caldeado, lleno de presagios, de incertidumbres, de vibraciones y de humo. El alba color limón, por el este, inunda las calles y destroza los bloques de sombras entre los edificios. Puede ver ahora, que el óxido es un enemigo peligroso que carcome, en silencio, y termina debilitando cada viga, cada columna, cada portal. Una joven demacrada, con ojos de acero ribeteados de un rímel confuso, una boca desdeñosa y de carmín borroneado y una nariz afilada, desciende a trompicones por la calle desierta, con los tacones en una mano. El sol, ya sin timidez, anuncia su presencia rotunda. Ahora la mujer está tendida en la cama envuelta en una bata descolorida. Tiene la cara lívida. Sobre una silla cuelga, fláccido, el vestido de seda color esmeralda, tachonado de lentejuelas. Sobre la alfombra, el corpiño, la tanga y el antifaz.

Se incorporó de un salto y el espejo le devolvió un rostro plácido. Unos ojos azules casi gris de océano profundo, anticiparon una sonrisa de labios breves. Luego la interrogó.
-¿Si te dedicaras a quedarte un instante quieta y sola, como ahora?
-¿Si te abrazaras fuerte las rodillas contra el pecho para sentir que te quieres y te admiras?
-¿Si dejaras des cudriñarte esas líneas de expresión, o las señas indelebles que contornean tu mirada, o ese rictos a cada lado de tus labios, y en cambio, pudieras amar cada segmento de tu piel?
El espejo prosiguió afirmando. No eres esa mosca negra y repugnante que zumba en tu entorno. Eres grande en tu dicha, fuerte y de firmes trazos convincentes, de mandíbula intrépida y lo que es mejor aún, de tus labios delgados pueden salir palabras maravillosas. Palabras suaves, para arrullar. Palabras dulces, para enamorar. Palabras impertinentes, para exigir. Palabras nuevas, para sorprender...
Abandonó el toillete y el espejo. Se decidió. Un solero de colores tenues, unas sandalias sencillas, un toque de color a sus labios y sus mejillas y -¡El mundo está para ser conquistado! -se dijo.
-¡Ponte guapa, mujer! Si estás más sana que una manzana -cuando de un palmetazo aplastó a la mosca cargosa, le pareció escuchar la voz de su amigo, desde Salamanca, y partió.
Iba concentrada en dilucidar la semiología de esos sueños tan extraños. Una mujer degradada, quien se ha pasado la juventud persiguiendo sueños de castillos que armó en el aire. Otra mujer joven que construye su vida, yendo a acontramano en la ficción de las noches y duerme sola. Un escritor fracasado que no ha logrado enderezar ni columna, ni rumbo. Semántica de los sueños incumplidos, agua que lava las heridas del alma y de la niebla, que el sol vence, el calor derrite y el fuego destrulle. Individuos que se quedan al borde del camino.
El sendero de la plaza era amable, rayado por la luz del sol y por las sombras de los tilos. Una borrachera de perfume de violetas, no le impidió percibir que los ojos voraces de un marinero recién llegado a puerto, se le pegaron en su cuello, en sus muslos, en sus caderas. Un anciano sentado en un banco de piedra, la saludó con cortesía. Los volados del vestido se ceñían a sus piernas. Siguió con su andar cadencioso, hasta qeu vio, de frente, a un muchacho que se acercaba sonriente, a su encuentro. Dos como como dos tizones encendidos le sonreían bajo sus pobladas cejas. Una prppuesta de labios genrosos, alcanzó a oír en medio de una perturbadora emoción. Él se puso a su lado.
-¿Caminamos juntos?

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