Era mi obsesión
sacar la cáscara seca de los plátanos
y descubrir la lisura verde claro en primavera
para tallar un nombre y un te quiero.
Sacar la cascarita seca de la rodilla magullada,
chupar la sangre nueva que manaba
y poner fomentos de algodón y té de malva,
para cicatrizar.
Hoy, en otra geografía, ya no hay plátanos.
Tengo frente a mi ventana, un arrayán.
Me sorprendí cuando fui a desprender
la piel fría, canela y naranja.
¿Se curan las heridas?
Había que explorar debajo de las cortezas
y encontrar un tesoro,
llenar los huecos de la nostalgia.
Voy hacia el abedul del fondo
y le quito la cáscara blanduzca y deshilachada.
El polen amarillo se esparce volando y se deposita
blandamente, hasta hacerme estornudar y lagrimear.
No es alergia. No quiero embustes.
Desprendo una piel, una corteza.
Develar lo más recóndito.
Una cicatriz superpuesta
no deja salir la savia del corazón.
Se agarrota como un puño.
Ya no es terciopelo suave.
Es una tela ajada por tantos rasguños,
tantos engaños
que no deja descubrir las entretelas del alma.
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