lunes, 30 de octubre de 2023

Los Diógenes

 

 

Hay muchos modos de sufrir el síndrome de Diógenes. Son los que retienen objetos, desperdicios, hasta basura, sin poder desprenderse de ellos. Son los acumuladores compulsivos de todo aquello que para otras personas no tienen valor y lo descartan. Se destacan por su aspecto desaliñado y debo decir, despojados de prejuicios.

El accionar de Diógenes de Sinope (412 a.c.) se manifestaba en la manera de vivir con lo justo y necesario. Vivía rodeado de perros callejeros, instalado en un caño relleno de paja, en el centro del Ágora de Atenas; pedorreaba con desparpajo. Un excéntrico, de la Escuela de los Cínicos, discípulo de Antístenes.

Conocí un Diógenes contemporáneo en la ciudad de Córdoba, que llamaban Arístides, tal vez, por la semejanza fónica del sabio griego, o por ignorancia, o vaya a saber por qué razón. El ropavejero vestía un traje andrajoso lleno de pelusas y en la solapa, se balanceaba uno de sus gatos preferidos, que no se animaba a saltar; él convivía con los gatos, y cuando tenía hambre, mataba uno y lo ponía a cocinar en la olla abollada sobre el triste fueguito que encendía en el zaguán. Emanaba un olor acre, el de los desequilibrados, de los que consumen los fármacos que les receta el psiquiatra. Supe que se bañaba en la canilla del patio comunitario, a la vista de toda la vecindad, cuando ya su aspecto insalubre lo requería.

El otro Diógenes pensaba en la necesidad de eliminar todo aquello que no fuese vital; hijo rebelde de un banquero, en su destierro desde la costa turca del Mar Egeo, rechazó la falsa moneda de la sabiduría convencional y demostró la superioridad de la naturaleza por sobre las costumbres. A los filósofos no se les da limosna, decía. Platón lo llamó “Sócrates delirante” cuando se apersonó a la Academia Platónica soltando frente a ellos, un gallo desplumado. He aquí el hombre de Platón, gritó, en alusión a sus prédicas: El hombre es un animal bípedo. Tan provocador como cuando le pidió a Alejandro Magno que se corriera porque le tapaba el sol.  Él pensaba que la sociedad era la culpable de generar necesidades superfluas. Tan asceta y audaz, que rechazó toda norma de conducta social.

El Diógenes cordobés no pedía limosnas, pero exponía para la venta todos los productos acumulados en la vereda y el zaguán. Un centímetro emparchado, un carretel sin hilo, un espejo trisado, el cuerito partido de una canilla, un bidet rajado, un sillón-canapé de dos patas, un trozo de caño de fibrocemento taponado de raíces, una muñeca de trapo sin ojos, un elástico estirado, un alfiler mocho… Algunos curiosos ingresaban para cambalachear y regatear. Hasta vendía el calzón que estuvo usando su madre cuando murió, a precio prohibitivo.

Y hablando de muerte, el griego, antes de abordar la barca de Caronte aseveró: Me voy sin nada, pero dejo algunas ideas. Arístides falleció en el Neuropsiquiátrico de Córdoba. Parece que lo único que dejó fue el calzón de su madre. ¿Complejo de Edipo?

Veo el cuadro de Jean Gerome, quien retrató a Diógenes asomando desde el caño donde vivía y alumbrando con un farol, como si buscara al hombre verdadero.

Uno despreciaba a los músicos que intentaban tocar la lira, porque eran incapaces de manejar sus vidas. El otro, desde su Wincofon atronaba al vecindario con rock nacional. Canción para mi muerte. Dicen que en el velatorio, “Los gatos” lo acompañaron con la balsa. Era la balsa de Caronte, que navegaba, no en la laguna Estigia, sino en los charcos del pavimento y en los baches de las adyacencias.

Los Diógenes que hoy vemos en cualquier ciudad se acovachan donde pueden y piden limosna para asegurar sus vidas en la precariedad más dolorosa. Es otro el contexto social. Son otras las conductas sociales. Son maneras diferentes de manifestar frente a una sociedad que los excluye. La locura es una defensa.   Ocurre que la filosofía no da de comer.

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