Una lluvia tenue se
empecina en mis adentros y no cesa en esta tarde melancólica que solloza. Vahos
tibios se alzan desde los charcos y no me quiero embarrar. Al contrario, debo
limpiar de una manotazo la tristeza, sacudir las migajas que quedaron luego de
un plato de ternura; me peino con los dedos para adecentar los pelos revueltos
de mujer salvaje; acaricio mis párpados silentes para derretir la llamarada
roja del mirar; me saco los mocos, me seco las lágrimas de rabia, me aliso la
falda arrugada de tanta espera… -Te llamaré para tomarnos un largo café…
-cuando pasen las lluvias –dijo. Y pasaron las lluvias, salió el sol, llegó la
nieve después, y otra vez ha vuelto a llover.
-Basta de cháchara, me
dije, que todo esto son baratijas, cachivaches engolados para seducir.
Antes de salir a
chapotear por los charcos, que es eso lo que finalmente decidí, recordé que
había estado “entre las nubes de Ubeda”, fascinada de crocantes ilusiones. “Se
me había ido el santo al cielo” (como dicen en España) y así, sucesivamente.
Entonces, busqué una
expresión que no sea procaz para dar por terminado el asunto. Recordé cómo le
dicen en Granada a un barrio marginal de los suburbios. “Almajaia” (¿dónde
vivís? En Almajaia que es el “más allá”. Pienso que debe ser por la influencia
de los almohades. Todas las palabras que empiezan con “al” provienen del árabe
o el mozárabe. Luego decidí.
Miré hacia atrás,
cuando salpiqué mi espalda de barro y grité “Almajaia”, para dar vuelta la
página de esa incipiente historia que no fue.
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