Anoche había subido hasta el Cristo de los faroles para pedir
tres deseos. Tres velas encendidas dejé. Mientras paseo, espero que se cumplan.
Debajo del puente romano los patos danzan “el lago del
estanque”, sin preocuparse por el estruendoso ruido de las motos que llegan
para aparcar detrás del Museo de la Calahorra. Un espectáculo de hard rock se
prepara. Pacoteclas y Elizabeth me invitan a quedarme, pero no. Enfilo hacia la
Plaza del Potro.
Hacia la derecha, en la Posada del Potro, veo a Cervantes
escribiendo a la luz de una vela, en el primer piso. Me guiña un ojo como
diciendo: “espera que estoy enredado en historias de truhanes, de golfos, la
flor y nata del hampa”. Para mi asombro, allá está también Góngora escribiendo
febrilmente esos versos engolados, “que yo soy nacido en el Potro”, dice.
¿Saben quién asoma? Es Quevedo “a una nariz pegada”
Me alejo ya, porque tanta teoría literaria me agobia, me
perturba y dejo a Góngora y a Quevedo para que se peleen a solas con sus
versos. En el patio se comercia el ganado, herramientas de labranza y pienso.
Trueques y hay olor a estiércol, que invade el ambiente. En el comedor, la tabernera ofrece vino y vituallas. Y creo
ver a Quevedo, de calzas y jubón con valonas, que se arremanga frente a su
chirriante plato oloroso.
Parece que “ Y riquititi, Y riquititá, vale más una morcilla
que en el asador reviente…” Paco Ibáñez canta a su lado.
Los estudiosos hablan de culteranismo y conceptismo en Góngora
y en Quevedo, respectivamente. Y me siento mareada entre esas tribulaciones
literarias, tanto que pretendo ver, a la noche la peña “El fosforito” que ahora
funciona en la posada. ¡Ver flamenco genuino, penetrar en el alma andaluza a
través del cante y las guitarras!
Presiento que uno de los deseos estará por cumplirse.
Cruzo la plaza y me introduzco en el Museo Julio Romero de
Torres. En el ascensor nos encontramos con “Naranjas y limones”, su obra
magistral del pintor. El pintor muestra a la mujer andaluza con todos sus
semblantes. Mujeres sensuales, beatas, inocentes, seductoras, angustiadas,
pícaras, transmiten toda la pasión, los celos, la fatalidad, el morir de amor…
Intuyo que esta chiquilla sale a ofrecer los cítricos para la sangría en la posada de enfrente.
En todos los cuadros hay miradas ingenuas, provocativas,
burlonas en esos ojos negros y rostros de piel cetrina. Luego veo a la
“Chiquita piconera” que mira con desdén y aburrimiento, liguero y tacones. Sé
que me invita a recorrer la ciudad a la vera del Guadalquivir. Nos detenemos a
beber un carajillo, “pa’ entonar” y seguimos.
Presiento que otro de los deseos estará por cumplirse.
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