viernes, 12 de octubre de 2012

Desde mi globo rojo.

Imagino un cyber-espacio entre planetas y ordenadores, en donde voy volando sujeta a un globo rojo, ése que nunca se pincha ni explota, para conocer lugares ignotos, para perseguir resquicios de ternura, para reconocer personajes desprovistos del ropaje de los mitos y los estereotipos.
La ventaja de planear, como los cóndores, consiste en llegar hasta donde el viento, las tempestades o la brisa me lleven. Sé que en algunos casos, dando un envión, como si timoreara un velero, o doblando las rodillas, como si me hamacara en un gran columpio, puedo torcer el rumbo y dirigirlo hacia donde más me plazca.
En tiempos tormentosos, a veces, el vuelo se hace más difícil. Una vez un ventarrón feroz me estrelló contra un árbol frondoso, que me acogió entre sus ramas, hasta ver la calma y continuar mecida por la brisa de un cielo azul.
Puedo imprimir, también, una especie de estrategia de desinflado para poder llegar más cerca hacia donde pueda ver y escuchar, porque soy muy curiosa. Todo me causa asombro y admiración.
La chica camina con premura por el atajo de piedritas. Sabe que el trayecto hacia la casa de su tía es abigarrado, por haber varios senderos que se bifurcan. Como Gretel, había dejado miguitas para no perderse, pero los pajarillos ya las habían devorado. Se detiene para pensar, porque luego de la visita debe ir a la escuela. Aurora es maestra de una escuela rural y no desea llegar tarde.
Un tropiezo se avecina; se enreda un alambre retorcido y oxidado en la cartera con los útiles. Quiere desprenderlo, eso intenta, y no puede. En el silencio del bosque sólo se escucha el toc-toc de un pájaro carpintero que, con seguridad, está picoteando el tronco podrido de un árbol añejo.
Levanta la vista de la maraña de alambres que se resiste, y lo ve. Junto a un abeto casi reseco está el muchacho que admira y que ha visto en su computadora y por televisión. Es el actor de ojos verdes que la traspasa de ternura; se le acerca y sin decir ¡agua va!, la besa con pasión. Ella puede tocar sus hombros fuertes y después palpar su columna saliente, cada vértebra, cada porción de músculos que se contraen y expanden al ritmo de su respiración.
Abre los ojos que antes se habían cerrado, mientras su boca frutada se abría para recibirlo, y entonces... ya está esfumándose. Su boca va hundiéndose en un pozo oscuro por donde van a caer, uno tras otro, la nariz perfecta, sus ojos sombreados de pestañas profusas, sus cabellos rubios y lacios, y finalmente, todo su cuerpo apolíneo se derrumba.
Aurora despierta de esa ensoñación, que como una pesadilla la sacude y escucha por el camino de las migas, las voces de los niños.
-¡Seño! ¿Qué pasó? ¿Hoy no nos va a enseñar los astros y los números? -pregunta Anita, dejando ver su sonrisa de huecos desdentados.
-No se olvide que ya traje el satélite que cayó en mi casa. Lo puse en el lomo de mi caballo, y llegó sano a la escuela. ¡Vamos! A ver, desenredemos esto. ¡Apuren! -requirió Alfonso.

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