Abajo, el agua fría y negra; arriba, la luz cálida y
amarilla. Quiere subir, coloca ambas piernas en las salientes irregulares de
los ladrillos musgosos del aljibe; se sostiene con una mano en el hueco que
dejó el bloque ausente, y con la otra, se topa con la lisura resbalosa.
Pedruscos sueltos caen al fondo del agua helada.
No puede avanzar. Si mira hacia arriba, la altura lejana
lo marea; si mira hacia abajo, un círculo concéntrico quiere tragarlo. Se
tensan los músculos hasta la extenuación. Luego, una mano se desprende y lo
hace girar hasta golpear la cabeza en la pared circular. Se toca la frente
ensangrentada y sudorosa. Arriba, la luz se está tornando opaca. Nuevamente se
derrumba y cae en la profundidad oscura. Quiere descansar… Se revuelve sobre la
almohada. Se prende a la boca del brocal.
Es un espejismo que quiere borrarle esos días iguales,
esas tardes eternas, esas noches tan largas, como si le dijeran en un susurro:
“Se derrama la espuma de tu memoria y no habrá mañana”.
Está comenzando la secuencia de la añoranza y la
tristeza, ésas que se materializan en lentas lágrimas, que ruedan por su barba
blanca, cuando bebe del gollete del porrón de ginebra.
Misteriosamente, aparece ataviada con una túnica negra,
una capelina al tono, y una máscara. De la boca, que no puede ver, exhala el
humo de un cigarro con olor a incienso.
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