viernes, 3 de septiembre de 2021

Monólogo de un ex combatiente

 

 

Si me preguntan por las sensaciones que recuerdo, diría…

El frío de las noches cerradas y oscuras “en el pozo del zorro” y la imagen del compañero de guardia que tenía tiesas las piernas, a punto de congelarse. El frío, y las bufandas que no nos llegaron, ni la plata que recolectaban para la causa. La libra esterlina que fui a comprar a pedido de mi compañero, que no pude dársela, porque ya había muerto… se la di a su hermana, años después.

El bombardeo, el ruido de la salida, la cuenta mental de los disparos, el silencio de la espera, el zumbido y la fuerza de la explosión.

El olor a pólvora de los proyectiles y la asociación con algo o alguien quemado. Las bengalas que iluminaban el campo y las balas trazantes.

El hambre y los guisos de carne enlatada, el arroz con leche preparados en latas de dulce de batata, y el gustito del chocolate Águila que una vez recibimos y la repartija en siete pedacitos de Mantecol, que nos llegó para compartir en el pozo. 

Los estaquiados que castigaban por robar comida o cazar una oveja.

“¿Para qué quiere que me afeite? ¿Para que los ingleses me vean más bonito? El castigo posterior de que me afeiten en seco y arrodillado.

Situaciones confusas. Descontrol. Falta de coordinación. Improvisación. Ignorancia. Así fue como cuando vimos arrimarse un avión volando bajo, hacia el valle donde estábamos. ¡Alerta roja!  Le tiramos y cuando pasó a nuestro lado, lo distinguimos por la escarapela argentina. El piloto se eyectó y se salvó.

El miedo al ver pasar a los gurkas que avanzaban caminando como robots, gritando y tirando como poseídos.

Siete soldados quedamos sin jefe en el pozo. Uno de ellos se la pasó comiendo ciruelas disecadas embebidas en Paso de los Toros… Cuando volvíamos a pie hacia Puerto Argentino, a cada rato se apartaba del camino y pensaba “Morir cagando es hacer Patria”, nos contó después. Uno de los compañeros iba arrastrando una bolsa de comida, y ya extenuado, iba alivianando la carga y arrojaba latas al borde del camino.

La imagen del izamiento de la bandera inglesa, junto a la pila de armas que íbamos dejando, y otra vez el silencio que queríamos dejar atrás. La emoción al recordar a los caídos, no lo puedo olvidar.

La tapa de un diario rezaba: “El día que Madryn se quedó sin pan”, aludiendo a los vecinos que se acercaron a vivarnos y nos alcanzaban pan y facturas.

Ya en Buenos Aires, recibimos el documento firmado con la baja y unos pocos pesos. Un médico nos revisaba para ver las condiciones físicas. A la pregunta “¿Soñás con la guerra?”, Dije que no porque imaginé que iba a quedar adentro indefinidamente. ¿Ése era el test para determinar nuestra salud mental?

-¿Recuperás algún rasgo de la argentinidad? -me preguntaron mucho tiempo después.

-Sí, la amistad y la certeza de saber quién es el otro.

-¿Qué perdiste? –

-La guerra me quitó la frescura de la adolescencia y me endurecí.

-Aprendí que en situaciones límites, cada uno saca lo mejor y lo peor de sí mismo. -Agregué. -También supe que los dolores necesitan tiempo para sanar, que es sabio el saber reconocer a la gente y hacer el duelo por los que no están.

-Un viaje hacia mi interior es la mejor manera de curar el alma.

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