Si me preguntan por las
sensaciones que recuerdo, diría…
El frío de las noches cerradas y
oscuras “en el pozo del zorro” y la imagen del compañero de guardia que tenía
tiesas las piernas, a punto de congelarse. El frío, y las bufandas que no nos
llegaron, ni la plata que recolectaban para la causa. La libra esterlina que
fui a comprar a pedido de mi compañero, que no pude dársela, porque ya había
muerto… se la di a su hermana, años después.
El bombardeo, el ruido de la
salida, la cuenta mental de los disparos, el silencio de la espera, el zumbido
y la fuerza de la explosión.
El olor a pólvora de los
proyectiles y la asociación con algo o alguien quemado. Las bengalas que
iluminaban el campo y las balas trazantes.
El hambre y los guisos de carne
enlatada, el arroz con leche preparados en latas de dulce de batata, y el
gustito del chocolate Águila que una vez recibimos y la repartija en siete
pedacitos de Mantecol, que nos llegó para compartir en el pozo.
Los estaquiados que castigaban
por robar comida o cazar una oveja.
“¿Para qué quiere que me afeite?
¿Para que los ingleses me vean más bonito? El castigo posterior de que me
afeiten en seco y arrodillado.
Situaciones confusas. Descontrol.
Falta de coordinación. Improvisación. Ignorancia. Así fue como cuando vimos
arrimarse un avión volando bajo, hacia el valle donde estábamos. ¡Alerta
roja! Le tiramos y cuando pasó a nuestro
lado, lo distinguimos por la escarapela argentina. El piloto se eyectó y se
salvó.
El miedo al ver pasar a los gurkas
que avanzaban caminando como robots, gritando y tirando como poseídos.
Siete soldados quedamos sin jefe
en el pozo. Uno de ellos se la pasó comiendo ciruelas disecadas embebidas en
Paso de los Toros… Cuando volvíamos a pie hacia Puerto Argentino, a cada rato
se apartaba del camino y pensaba “Morir cagando es hacer Patria”, nos contó
después. Uno de los compañeros iba arrastrando una bolsa de comida, y ya
extenuado, iba alivianando la carga y arrojaba latas al borde del camino.
La imagen del izamiento de la
bandera inglesa, junto a la pila de armas que íbamos dejando, y otra vez el
silencio que queríamos dejar atrás. La emoción al recordar a los caídos, no lo
puedo olvidar.
La tapa de un diario rezaba: “El
día que Madryn se quedó sin pan”, aludiendo a los vecinos que se acercaron a
vivarnos y nos alcanzaban pan y facturas.
Ya en Buenos Aires, recibimos el
documento firmado con la baja y unos pocos pesos. Un médico nos revisaba para
ver las condiciones físicas. A la pregunta “¿Soñás con la guerra?”, Dije que no
porque imaginé que iba a quedar adentro indefinidamente. ¿Ése era el test para
determinar nuestra salud mental?
-¿Recuperás algún rasgo de la
argentinidad? -me preguntaron mucho tiempo después.
-Sí, la amistad y la certeza de
saber quién es el otro.
-¿Qué perdiste? –
-La guerra me quitó la frescura
de la adolescencia y me endurecí.
-Aprendí que en situaciones
límites, cada uno saca lo mejor y lo peor de sí mismo. -Agregué. -También supe
que los dolores necesitan tiempo para sanar, que es sabio el saber reconocer a
la gente y hacer el duelo por los que no están.
-Un viaje hacia mi interior es la
mejor manera de curar el alma.
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