viernes, 6 de enero de 2017

¿Y ahora? ¿Qué?

El caso no importa. Pudo ser él, quien enfermó de melancolía. Prefería deambular entre una masa desconocida que va hacia catacumbas húmedas, y siempre con apuro, aturdirse con el ruido y la música estridente que tortura los oídos. Ha bebido también hasta acabar las copas en esa nostálgica soledad de los ebrios y ha danzado la rumba de los abandonados. Otras veces, se abrazó al globo terráqueo, momentos antes de dormitar y soñar con sitios de fantasía. Todas, estratagemas y autoengaños. Cuando la ciudad lo asfixiaba, iba a conversar con las piedras, a rumiar en sus pensamientos por los senderos gastados de las cabras; era aquel que sentía que una inyección horadaba su cerebro, y una abulia generalizada iba penetrando su cuerpo, como una mancha de petróleo en el inmenso océano.
O quizás pudo ser ella, que ha fisgoneado en un campo de margaritas y pizpireteado en un alfalfar, mariposeando en una tersa llanura o en un amable valle. Ha bebido el dulce néctar, ha sentido los deliciosos aromas y ha mimetizado los ojos con el color del cielo, cuando una resignación melancólico se convierte en el placer de actividades triviales.
Lo cierto es que el firmamento sigue sucio, sin contrastes, gris negro, gris blanco. Pero se sabe que el mundo puede verse de cualquier color, verde, todo verde con todos los matices de la selva, o rojo/ocre/naranja en el encanto de un atardecer, o celeste, como un canto a la alegría en la playa y más azul, más hondo en la lejanía, o en lo profundo del mar.
Una molicie blanda descansa como una neblina en la madrugada, colgada en la copa de los árboles, o en el estanque de un lago, mientras las aves se desplazan hacia otro rumbo, para festejar la vida que renace. Ya descargó su pesada carga, ya expió las secretas culpas. Tal vez él, o ella haya prescindido del placer de dejarse llevar por una corriente mansa y límpida, sin peces voraces o peligros en cada recodo. Tal vez, haya postergado un amor y todo aquello que puede acariciar el alma y el cuerpo. Y entonces, sucumbió descendiendo al sótano de la desolación.
Quizás ella se sienta así, luego del influjo de ozono en sus vértebras cansadas, porque agotó la energía fundamental de ser sostén, resistió todo cuanto pudo, fue flexible y fue rígida, hasta que las piernas no respondieron. Ya no fue posible correr, trepar, caminar por senderos abigarrados y ocultos, o por esos caminos amplios y luminosos del asombro y la belleza. Con rostro bobo se desplazó entre desconocidos y aligeró el paso para ver el carnaval de la vida que pasa, inexorablemente. En tiempos de balance, esos maigos del cyber espacio, que envían mensajes colectivos deseando felicidad, han quedado en la borraja. Muchos ha encontrado en el andar, hasta que un cernidos separó sólo a los genuinos, esos que dan la mano con sinceridad.
Ya había decidido descartar el tono confesional y adaptar su texto a una nota periodística, que indaga y husmea en las vidas ajenas. Acarició sus piernas inertes. Se colocó los gruesos anteojos y observó con detenimiento los pinchazos de la aguja del acupunturista o el alfiler asesino del entomólogo. Se desprendió la pequeña esfera metálica de su oreja derecha. Apoyó sus brazos sobre el improvisado pupitre. Masajeó los dedos quietos y fríos. Acomodó las hojas sin renglones, tomó la lapicera y comenzó a escribir fervorosamente.
Desde la silla de ruedas, frente al ventanal, se divisa un cielo azul de primavera y un colibrí revolotea en el rosal.

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