lunes, 31 de marzo de 2014

Tómate esta botella conmigo

-"Ultimo aviso a la pasajera Pérez Castaño, María Lucrecia: Debe abordar por la puerta Nº 9 el vuelo 3856 de Iberia con destino a Madrid". Último aviso" -los altavoces aullaban y corrí hacia el sitio. Tres hombres me interceptaron.
-Déme el anillo y aquí no ha pasado nada! -Era el Comisario Costas Jaritos y sus dos ayudantes. Sin chistar se lo dí y traspasé la puerta de embarque. Mis compañeros de ruta cuchichearon y se volvieron a mirarme, pero nada dijeron. Palpé en el bolsillo interior de la mochila y ahí estaba el perfume de flores silvestres.
Al instante me dormí.
Un sol radiante en el cielo diáfano. Las cabras ramonean en el sendero de los olivos añosos. Janis le ofrece dulces uvas y la observa como se admira a una diosa griega. Se siente Afrodita en ese paisaje idílico de amapolas y prados verdes. Un amor bucólico que la subyugó, ni bien decidió perderse de sus amigos  por esas callejuelas del barrio de Plaka, bohemio y sorprendente.
Plaza Syntagma, la mezquita del Partenón, la estatua de Atenea, el Teatro Dionisos... Culpa de Poseidón, pensó. El mar estaba picado durante la primera excursión hacia Mykonos. Ese mar de leyendas los sacudió con ganas y después ella no quiso continuar.
Fotografiaba el templo de Poseidón y la firma del poeta Byron en la última columna, cuando lo vio. Un dios griego la tomó de la mano y la guió para admirar el rojo sangre y los naranjas encendidos de la puesta de sol. En un inglés enrevesado se comprendieron. Pero mayor fue la atracción de esos ojos color de aceituna y ese cuerpo apolíneo, que ejercieron sobre ella tan extraña sensación.
Salmonete con verduras dispuestas en un gigante calabacín, vino rosado y pasteles de miel y almendras. Majestuosas vistas al mar. Bajaron y se besaron en la playa solitaria, nadaron y se amaron con descaro y sin mesura en la cueva de la caleta.
El trasbordador ya partía y corrieron como maratonistas. Las techumbres del caserío parecían plantadas en los prados verdes. Lambros, su padre, no lo esperaba y desc ansaba a la sombra de la parra. Kula, trajinaba en la cocina.
Un sacudón hizo que los pasajeros se colocaran el cinturón nuevamente.
Vio a Janis con ella en la taberna del Puerto de Pireo. Los músicos tocaban el boukouki, una larga mandolina y suaves melodías. El perfil del muchacho y su tez morena mostraban resabios de los turcos invasores. Un grupo comenzó a tocar un blues griego y luego, un toque de jazz. Ouzo como aperitivo, y albóndigas envueltas en hojas de parra.
Marilú sabía y no quería irse más... Sacude la cabeza a ambos lados y la azafata acude en su ayuda, de prisa.
-"Tómate esta botella conmigo..." -reconoció la voz ronca y embriagada de Concha Buika- ...que en el último trago me dejas...." Promediaban ya la botella de raki.
Janis salió apresurado a pelearse con dos parroquianos borrachos y regresó al tugurio. El puño ensangrentado estaba envuelto con la manga arrancada de su camiseta. Un perfume que olía a flores silvestres, y el anillo, en la otra mano.
Se quedó dormido; ella lo vio apoyado sobre sus brazos y le estampó un beso de despedida en la noble cabeza morena.
Vio que lo llevaban detenido por disturbios en la vía pública y por rotura del cristal de una joyería y perfumería. Se aferraba a la puerta del coche policial e insultaba. De un golpe en la cabeza enrulada, lo dominaron.
Marilú se sobresaltó y gritó tanto por los pasillos del avión, que otra vez la azafata se acercó para calmarla.
No sé si fue el carreteo del avión al aterrizar en Barajas, o el sonido del reloj en su departamento de Madrid, los que la despertaron. En el radio-reloj seguía cantando Concha Buika. Sentía aún el regusto a raki en su boca y el aroma floral en su cabellera. A un costado de la cama, están las maletas y en la mesa de luz, el boleto hacia Atenas, hoy a las diez y quince.

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