domingo, 9 de marzo de 2014

El viento. Los vientos.

Desde la playa, hoy se huele el viento de mar adentro. El rugido que se oye nos hace imaginar la lucha implacable entre Tritón y Poseidón. No es puro mito, me digo, cuando veo la resaca que queda entre la espuma. Caracoles rotos, algas podridas, cangrejos destrozados, pequeñas piedras, peces muertos, huevos y espinas de pescado, hasta el silbato de un guardavidas. Las aves enloquecen y los loros chillan desde la barranca.
Luego el viento cambia; el mar se sosiega y se huele a tierra. Ya viene un turbión que azota la cara y enceguece. Las dunas se mudan de sitio, se alisan, se estiran y se amontonan como cordilleras nuevas, vulnerables. Más tarde se calma y queda en el ambiente el aroma de las flores silvestres. Hay una brisa que acaricia y perfuma. Viene del campo el olor a estiércol, la frescura de las mentas junto a un arroyo, el dulzor de los frutales maduros. La piel se hace seda,  se entornan los párpados y se ve el cielo azul entre las nubes blancas y gordas que pasan. Se oyen los trinos y los graznidos de las aves marinas; son bandadas viajeras que van hacia el norte.
En esos instantes, una quietud de árboles y el silencio, me hacen soñar con la brisa suave que mece los trigales y peina la cabellera de las flores de lino. Un mar celeste, donde juguetean mariposas pequeñitas, que agregan colores de primavera a la tela que estoy pintando. Y no son las flores de Gauguin, ni las mujeres de Tahití; más bien se parecen a los nenúfares de Monet, y en el campo, las amapolas salpican de rojo la pradera.
Otra vez el viento comienza a rugir por el sur. Es un pampero que preanuncia la tormenta. Vuelan sombrillas, reposeras, baldes y los bañistas corren a refugiarse debajo de las marquesinas. Con el viento fuerte, cambia mi humor y a la tela idílica agrego negros, grises, rayas, relámpagos, estruendos y más violencia roja. Pinto un obús, un casco de guerra abandonado, una granada que estalla y un fusil que apunta a una luna desconsolada.
Luego huyo, rugiendo también yo, de furia, cuando la lluvia me castiga con total impudicia, y me empapa. Me desnudo y en un aullido lastimero hacia el cielo, me flagelo con una toalla mojada, y más tarde con una palma del techo de paja que se ha desbaratado. En un arranque de alienación y de lujuria, saco una navaja afiladísima y no me corto la oreja, como Van Gogh, tajeo repetidas veces la tela en medio del fusil y la granada, hasta caer de bruces sobre la arena seca y volante.
Gotas grandes, dispersas comienzan a precipitarse otra vez, arruinan mi pintura y sin permiso y sin secado, la herida de la tela se cubre de arena y ahora es una cicatriz burda que destila sangre, pus y llanto. Un hilo de sangre se diluye en mi boca y se va por la boca de tormenta. A ras del suelo veo que los implementos de pintura se dispersan en torbellino sobre los charcos, donde las burbujas se hacen más agresivas (va a seguir lloviendo con intensidad) Los colores, y los pomos, mis tarros y la paleta, van tiñendo la tarde y siempre cambiantes, están haciendo arte efímero.

El curador que ha inaugurado una nueva galería en el centro comercial, colocó la pintura de autor anónimo en sitio privilegiado. Ya el rematador bajó por última vez su martillo y la está vendiendo al mejor postor. Desde el exterior, un harapiento observa la escena y un guardián lo saca a empujones para que no arruine la velada, la vernissage y la amable conversación.
-Me asombra la textura que ha logrado en primer plano...
-Veo una mezcla de estilos que no puedo identificar...
-Ni tampoco la temática principal... ¿cómo habrá hecho ese costurón en medio del cuadro?

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