viernes, 5 de julio de 2013

Una anémona se disculpa.

No sabía que le había hecho mal, señorita. Si bien en un principio quise lastimarla, porque había estado observando cómo, prendida a una roca, usted molestaba a mis hermanas, las anémonas. Con una piedrita alargada, o un manojo de algas, usted arrimaba eso o algún otro objeto, para ver cómo ellas cerraban sus filamentos hacia adentro, entonces se reía y disfrutaba de su picardía.
Usted estaba ahi, con su malla a rayas, nadando entre los pececitos de colores, los rayados gorditos y chatos, que eran los que más le atraían. Se hundía metiendo su mano para acariciarlos, o sino, atraía a los pequeñitos traslúcidos, con un trozo de banana. Yo la veía sonreír y alejarse a la vuelta de la caleta. Ahí estaba arrojando miguitas de pan, usted adelante y cientos de peces ángel se disputaban el botín, arremolinando las aguas transparentes.
Luego se acomodaba el snorkel, miraba desafiante a los guardias del final de la playa, y nadaba, a grandes brazadas para cruzar hasta la costa de la Puntilla. Un silbato la hizo detener, ¡uy! y yo escuchaba la amable perorata que la hizo retroceder. "No se puede cruzar ahí, señorita. Deberá cruzar con la embarcación que parte desde la punta del manglar". Ahí, entre los cangrejos y las aguas estancadas habían quedado las ojotas olvidadas en la playa y que el día anterior usted había olvidado.
Yo no quise hacerle daño, repito. La observé irse hacia la playa para hacer los ejercicios que proponía la compañia de entretenimiento, o para bailar con sus amigas debajo de las palmeras. Un baile raro, me pareció. Después supe que era el cuartetazo. Usted empezó a rascarse los dedos muy enrojecidos, hasta asustarse, cuando su mano se iba hinchando y se debilitaba su muñeca izquierda. Eso no le permitió bailar los otros ritmos en la playa.
Luego vi cómo el artesano la quiso conquistar y le ofreció bucear más allá de los manglares, entre los corales rojos, pero usted dijo que no. Seguramente imaginó que ése era un mal bicho, entre los otros bichos del Caribe. Y su mano estaba roja y no podía sacarse el anillo de coco. Yo no quise  hacerle daño, señorita, sólo quise acercarme con mis extremidades para atraerla hacia mi mar, tan transparente y seductor. Le pido disculpas, sepa usted aceptarlas. La espero una próxima vez aquí, en la playa de Barú. Me las ingeniaré para atraerla sin rozarla con mis extremidades urticantes.
-Te perdono, anémona y prometo que volveré -Despeja su oreja y no escucha más. Deposita, sobre el estante de los objetos amados, la caracola tersa, puro nácar, que Alcides, el artesano le había regalado, a cambio de la gorra blanca con visera, que tanto a él le gustaba. Supo después, que cada vez que tuviera nostalgias del Mar Caribe, arrimaría su oreja a ese caracol de la isla.
Hoy siente otra vez nostalgias, mientras ve por la ventana el caer de las primeras nieves y sale a trapar copos en su mano, en su boca y en su retina.
 



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