lunes, 4 de febrero de 2013

Mujeres con faro

Ímpetu de olas que chocan contra las rocas; salvajes, golpean en las pilastras antiguas del faro. Llego hasta allí porque la melancolía del viento arrastró mi globo rojo hacia esas soledades. No sé cuál es ese lugar. Hay un faro imponente, puede ser en las costas de Sumatra, o en el mar de las Antillas, o simplemente el faro Querandí de las costas argentinas; creo que es ése, que ya no custodia a las tribus de las pampas bonaerenses.
Todo faro tiene la función de proteger a los navegantes, pero me temo que hoy las señales luminosas están para guiar las voces que salen entrecortadas por el rumor del viento. Llegan confusas y se entremezclan como las olas, que se destrozan en la playa.
-Hoy ví el Paraíso. Es precioso y en ese marco estuve con mis muertos, mi esposo viejito, que me llamaba y se lo veía feliz. También estuve con Gerardo, mi hijo, que me abandonó sin permiso. Los traje hasta aquí y nos prometimos regresar al Paraíso, juntos los tres... porque ya me queda poco tiempo...
No hay nada más bello que un velero solitario que cabecea con gracia surcando el mar en silencio. A babor, una isla verde camaleón, y a estribor, un islote pequeño de rocas.
-No soy capaz de comprender a quienes me rodean. Hay una óptica diferente y creo que ya llegué a la cuarta dimensión; los otros únicamente ven lo que pueden papar, como si fueran científicos que deben justificar sus teorías, para no ser refutadas. Muy pocos pueden imaginar un escenario complejo; otros han perdido su capacidad de asombro y el soñar no figura entre sus planes. En la dimensión en que me encuentro, es posible lograr la paz interior, porque ya he conseguido la felicidad, puedo ejercitarla por períodos breves y aspiro a la longevidad y a la salud. Puede decirse que éstas son las condiciones óptimas, pero...
-Estás muy sola... juega conmigo, que también estoy solo -un delfín rosado la saluda dando saltos proidigiosos. Vino de las aguas dulces y turbias del Amazonas, ha tenido una ruptura amorosa con su pareja, lo presiento. El juego se prolonga por horas, sin lograr hacer amistad con esa voz. En cada giro de las luces reaparece, después se hace inaudible.
Las aguas de la bahía, por estas horas, se muestran apacibles. Una tenue bruma se levanta de la superficie y confunde los contornos de las islas que se pierden, apenas entrecierro los ojos.
-¿Por aquí pasa el micro-bus? -la mujer desquiciada o sonámbula le pregunta a las puertas del placard.
-Mamá, andá a dormir. Que descanses -la hija la acompaña hasta su lecho. Ruedan sobre la alfombra los frascos de calmantes y comprimidos de los colores más diversos. Después coloca el pasador en la puerta de salida, empuja un sillón y retira la llave.
Recuerdo que por la zona de las islas, las aguas suelen ser peligrosísimas, a causa de las corrientes encontradas, que emprenden una lucha sin cuartel, hasta estrellarse sin que haya vencedores.
-¿Qué hace, señora, a estas horas y sin compañía? -el taxista se detiene.
-Pregunte por quien preguntes, y a tí, qué se te importa? -recapacita y luego confirma -Estoy esperando que abran las puertas de la iglesia. Tengo que confesarme y darme la absolución. Pero lo haré frente a la imagen de la virgen; al cura ése no le tengo confianza.
Una embarcación menor echa anclas en el fondo de la península.
-Madre, volvamos a casa. Esa no es la iglesia, es la capilla ardiente que recuerda a los cuatro muchachos ebrios que murieron al costado de la ruta, lo sabes. Vamos, de prisa.
Voces, comedia de enredos, entuertos y confusiones. Todo gira en el tope del faro y me alejo. Quiero descender hasta los grandes bloques de piedra. No se oyen las voces milenarias de la isla de Pascua, porque los tótems no dialogan, aunque por momentos, llegan hasta mí los ritmos y sonidos de las danzas tribales, los Rapa Nui.
La frescura de las paredes húmedas con olor a mar y a resaca, me devuelven el silencio; sólo escucho el bramido del océano en salvaje osadía. Por instantes, vienen del poniente conversaciones en dialecto maorí, creo.
-¡Señorita, despierte! -el farero me sacude y no sé quién  soy -Parecía usted un murciélago durmiendo en la oscuridad. -Desenredo mis brazos, que mantenía asidos a la escalera de hierro oxidado  y veo que me he dormido en la altísima torre del faro. Ahora puedo distinguir sus rasgos. Alto, robusto, de tez morena y sospecho que es un descendiente de los querandíes que se transformó en sedentario y misántropo.
-¡Retírese usted aquí, y llévese ese globo rojo, por favor!

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