Sabía que el profesional iba a llevarme hacia el pasado para reconstruirme
en este presente. Me adelanté.
Podía reconocer cada una de las expresiones que pronuncié aquella vez,
porque concuerdan con un tiempo feliz. La inocencia, el asombro, los deseos y
las ganas de ascender la cumbre para transformar las piedras pinchudas en el
canto rodado de la vida por transcurrir.
Dije tiempo, y qué es sino una etapa que sucede demasiado rápido y que es
preciso atrapar y guardarla en la cajita de los recuerdos, como ese enorme ramo
de rosas, violetas y azucenas que le regalé a mamá, y que había hurtado del
jardín de la vecina.
Vago en el corcel de los sueños. El sol y el viento cálido acarician. Me
detengo a observar el caminito de babas de los caracoles del jardín. Hago
burbujas de jabón que brillan en su ascenso, persigo mariposas con la red. Me
mancho el vestidito blanco con el néctar de las frutillas (más adelante, mi
boca se convertiría en fresa para el amor). Una luz corre por el atardecer, una
estrella cae. Pido un deseo, mientras asoma una sonrisa cómplice entre las
nubes. Ya es de noche y juego a guardar en un frasco los bichitos de luz. Más
tarde, oiré a los lobos aullándole a la luna. No quiero despertar.
Hay otros tiempos en que las horas pasan lentas, como cuando estamos en una
situación tediosa, gris de los días y las noches silenciosas, siempre iguales.
Pero éste no es el caso.
Supe después que el de la pipa no iba analizar ese pasado. Soy yo quien
debe interpretarlo.
En la próxima sesión será.
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