Me gustaban todos, rubios o morenos, flacos o gorditos,
simpáticos o aburridos, los “gronchos” o los “nerds”…desde chiquita. Si
escribiera todas las iniciales que transcurrieron a lo largo de mi búsqueda,
sería de la A a la Z. Nunca me decidía. Había aprendido tempranamente a
“histeriquear”.
El que hacía todos los goles en el potrero de enfrente y yo,
para verlo, barría frenéticamente la vereda de casa, hasta cuando no había
hojas caídas, ni tierra.
El gordito nadador, que me provocaba escribir en el fondo de
la pileta con verdín, un “te amo”, mientras entrenábamos para la competencia.
El que me dio el primer beso en el pic-nic de la primavera en
el bosque de eucaliptus… el olor era tan penetrante que me subyugaba.
El rubio suizo que me aturdía con la batería a la vuelta de
mi casa, y luego me seducía con un blues y su saxo melancólico. Alguna vez lo
elegí, pero sólo porque me tiraba avioncitos en el aula con los resultados de
la prueba de Matemática.
El vecino que me invitó a bailar cuando volvió al pueblo
enfundado en su traje de militar. Por cuestiones ideológicas, me alejé.
El otro, de cuerpo atlético, que me hacía perder la cabeza y
revolear los ojos cuando me miraba como desnudándome y que luego disimulaba
cuando mi hermano, el “guardabosque”, lo observaba con el ceño fruncido.
Ese flaco tornero con su mameluco engrasado, que de azul
pasaba a ser gris arratonado, me piropeaba cuando pasaba frente al taller. Y yo
volvía a pasar.
El motoquero que arrasaba todos los caminos y que también
arrasaba a todas las chicas, sus fans.
Otro, yo sé que me quería, pero su timidez no lo dejaba
arrimarse, y yo tampoco ¿o tendría que haberme lanzado yo?
El fotógrafo que sabía captar tantas imágenes sorprendentes,
eran una obra de arte. No accedí a posar como modelo, porque estaba gordita.
Ese negrito esmirriado tan simpático que me divertía tanto
con sus salidas improvisadas y sus caricaturas con tanta ternura… O las notas
periodísticas que publicaba en el diario local. Pero era ¡tan pobre!!
El sociólogo que admiraba en silencio mientras daba sus
exposiciones académicas y que con los ojos me decía tantas cosas…
El escritor que me quería como ángel de la guarda solamente,
porque sufría una grave enfermedad. Y yo no soy doctora. No quería ser sólo
eso.
El cinéfilo que me llevaba al cine club, y que nos colábamos
por una puerta lateral para participar luego de los debates.
El estudiante de Ingeniería que me escribía poemas en la
servilleta del café… ¿Qué habrá sido de él?
¡Ay mamita, tenías razón. “Parece un hombre bueno, pero es
muy mayor”. Me escribía cartas jocosas pero con gran ternura para salvar la
distancia y el tiempo. Pintaba cuadros abstractos que analizábamos, cuando nos
encontrábamos, y no siempre coincidíamos en la interpretación. Yo quería a
alguien que me proteja, una especie de papá, porque estaba muy vulnerable.
Siempre estuve meditando en el muelle de San Blas. Siempre
estuve esperando al soldado que vuelva de la guerra (me acuerdo de la canción
que mi abuela me cantaba “Estaba la Catalina sentada bajo un laurel…”) Siempre
miraba pasar el tren que nunca se detenía para que descienda el amor que
esperaba.
Para que en el pueblo no digan que estaba quedando solterona,
acepté al señor mayor, aunque no me casé.
Ustedes chicas podrán sentirse identificadas y seguramente
pensarán en el verbo “histeriquear”¿ No es cierto?
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