Un arco iris
vibrante se muestra con todos sus brillos sobre una pizarra de nubes
amenazantes hacia el oeste. Me había
acostado a todo lo largo del banco, el único desocupado. Ese arco en el cielo
me hacía pensar en la bandera del inca mágico y milenario.
-Siéntese,
señorita –una mujer policía me obligó a interrumpir mis cavilaciones – En el
Cuzco hay que estar sentados.
Me acordé,
entonces, cuando una joven residente iba corriendo a su trabajo y la detuvieron
por la calle Chiwanpata. –Aquí está prohibido correr –le dijeron. Vi también en
la Iglesia de Chincheros el lienzo de la última cena. Ttito Quispe, creo, en la
mesa de los apóstoles, el plato principal era un cuy y me estremecí. Había
visto ese conejito de los Andes en su jaula y tan tímido, se escurrió atrás, a
una cueva junto al restaurant de comidas típicas. Ese día no comí conejo. Todavía
sentía el regusto del té de coca. Soroche, le dicen al mal de las alturas,
3.600 m. Me sentí como un astronauta flotando en el espacio y quería correr
tras el guía que explicaba. Saqsayhuaman, “halcón jaspeado”. No caminen tan
rápido, les decía y alcancé a oir algo sobre Francisco Pizarro. Ahora lo veo
ahí, adusto, de sombrero emplumado y peto protector que mira hacia abajo la
celebración del Inti Rayni, que está empezando. Por la calle Juan de Dios
vienen colores, danzas, cantos, banderas del Cuzco milenario Tawantinsuyo , que
se mueven pesados, lentos, acompasados. Las momias y las vírgenes del Sol,
chirimías, chirimoyos y algodones de azúcar. Es el solsticio de invierno y de
la ladera de los cerros Mama Killa, la luna y los chiquillos con sus llamas.
“Una foto, un sol”-implora una niña sonrisa de labios finos, carita redonda de
cachetes colorados y ojos mansos achinados, sombrerito de ala corta y trenza de pelos renegridos, falda bordada
con dibujos multicolores.
“Un recuerdo
para Ud”-me extiende otro jovencito un dibujo –“Esto lo aprendí en la escuela”
–Y es el Padre Inti que sostiene un sol desde uno de sus rayos; el otro, es
Mama Ocllo que mantiene en alto a la luna. Manos gastadas hábiles de mujeres
andinas hilan, tejen y entrelazan los colores de su raza.
Me acuerdo que
ayer nomás había visto a los acampados en la Plaza de Armas alrededor de la
fuente de la Catedral y las pancartas de los empleados de la salud. “Peligro,
fiebre porcina”. “Atrás. Atrás, ministra incapaz! –gritan los manifestantes. A
mi lado se sienta una anciana curtida por los años y los fríos de la montaña y
expone los productos de la sierra, sus papas, sus ajíes, sus tejidos, sus
cebollas.
-Allá traen al
Cristo de los temblores- me dice la viejecita – Está estaquiado en su cruz. Es
negro. ¿Por qué? Por el humo de las velas, que lo oscurece cada vez más, y yo
no me lo creo. ¿Por qué se llama así? Fue capaz de detener la tormenta y los
sismos, y al mar embravecido cuando lo traían desde el mar.
-¡Ministra
Qurichón, bajete el calzón! -Pasa la manifestación y un borracho que ya no
puede sostenerse, empina su botella con jugo de chicha morada, balbucea y
babea. Las chicharronerías despiden sus olores. Un vaho de fritangas cruza la
plaza y los guías de turismo entonan: “Ministra, cuidado, calabaza, calabaza,
vete a tu casa” y el altoparlante atrona…”que los políticos no se llenen más de
dinero los bolsillos. Derramaremos sangre, si es preciso, para que al Perú no lo transformen en
inculto”. El Inca Tupac Amarú los aplaude encaramado en la cornisa del convento
de Santa Catalina.. Una ancestral épica de la sublevación que no cesa. Se
alejan las guardias femeninas, pero desde la otra esquina aparecen unos hombres
de negro y no los echan. Se incorporan a la celebración y a los ritmos, cabezas
de cóndor-papel maché y alas de craquelé.
-Me robaron
sesenta soles –es la letanía junto a las casas de cambio. La Mancomunidad
Wilcomayo, de las cuatro regiones, desde Calca a Urubamba vienen desde la plaza
del Regocijo y se incorporan a la procesión. Bajan también los zombies de la
calle de los Procuradores. “Aeropuerto” le dicen, porque los transeúntes vuelan
y carretean por esa zona liberada de alcohol y drogas.
-Come on, baby
–un inglés mareado y febril tira estocadas vanas hacia la cintura de una joven.
-¡No, no! Son
cincuenta soles, paga primero –le contesta una morenita de falda corta, piernas
contorneadas y hombros al descubierto.
-Mira, los echan
hacia la cuesta de San Blas! Y allá van “Vamos, guía, que el guía no se rinde”.
Los guías y los estudiantes de turismo se reúnen frente a la piedra de los doce
ángulos y dicen: “Estos son los trabajos de los incas, y aquellos, los trabajos
de los incapaces”, señalando un monasterio cristiano implantado sobre
construcciones incaicas.
-Damas gratis.
Clases de bossa-nova y salsa –dice el volante que promociona un pub, al lado de
la Iglesia de la Compañía de Jesús.
La tarde se ha
puesto de oropel cuando un sopor va adormeciéndome. Un coche veloz que baja por
el empedrado, por no atropellar a un paseante, derriba una mesa que expone en
la acera toda clase de muñecas de fieltro, símbolos de todas las comunidades.
Un danzarín del Inti Rayni le hace caer la careta a una niña típica de falda
multicolor que no es tal. Es Hiram Bingham travestido, que no lleva su sombrero
de explorador, ni su chaleco, ni sus botas acordeonadas. Lleva en su morral un
maíz amarillo, una vasija ceremonial de asas rotas, una pieza de oro y una
cebolla roja; de un bolsillo asoma su cabeza una serpiente del inframundo, del
silencio de los drenajes y de los acueductos. En tanto, Tadeo Escalante, el
pintor, me invoca desde sus lienzos, el cóndor custodia el mundo de arriba,
desde el altar de la Catedral, de oro repujado y plata junto a un órgano
imponente, un cura católico me convoca, mientras un puma feroz salta al púlpito
y un angelito rozagante sobrevuela por la cuesta de San Blas, entre nubes
bajas, regordetas y redondas.
-¡Señorita, amiga!,
despierte que es hora de partir. Y porque me agradó conversar con Ud., tome
este presente. -Y me da una miniatura de cerámica que intenta parecerse al
cóndor de los Andes.
Ahora llueve una lluvia fina sobre el
cementerio, pero yo sé que el mundo de arriba, el mundo de la tierra y el
inframundo me protegen, como el sol y la luna, un cóndor, un puma y una
serpiente, desde la vasija sola, abandonada sobre la manta a rayas, en la
plaza.
Desde el
balcón de enfrente, en el pub, se escucha una canción en francés: “La mala
reputación”, y yo aprieto fuerte en mi mano la chacana de piedra verde, como un
amuleto.
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